La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Cambio de sentido
Apalanca el móvil contra la pared, sobre el arca, y desde ahí contemplo la salita y a mis familiares del pueblo por videollamada. (A ver si pronto Meta instaura la holografía, para que mi espectral presencia en la vida cotidiana de mis sobrinillos adquiera cierto porte). En un momento de la charla con mi hermana aparece de fondo la abuela, caminando sigilosa tras su nieto de un año: trata de encapucharlo con un disfraz de fantasma que le ha confeccionado con un trapo blanco y dos boquetes. Obviamente, el bebé se resiste, pasa de ir a la guarde agobiado. Lo que me llama la atención es que la abuela haya sucumbido a la festividad de Halloween y, sobre todo, que en los coles y guardes públicas se haya introducido hace tiempo, lo mismo que en algunos proponen –y tampoco me cabe en la cabeza– llevar un día en Cuaresma a las niñas vestidas de luto y mantilla. Ancho es el barrio y sus calles para jugar a las Cruces los chaveas que quieran. Ahí dejo abierto el melón.
Lo que nos desasosiega de la suplantación o solapamiento de los días de Santos y Difuntos con Halloween no es tanto que esta última sea una festividad importada (qué más dará), sino que está desprovista de significación simbólica y la recibimos vía macrofactoría cultural, lo mismo que las pizzas o los tacos, que nos llegan sin traza de Italia o México, únicamente como mero cacho de capitalismo. Esto, por suerte, aún sigue inquietándonos por dentro. Aquí necesitamos que los rituales sigan siéndolo. Seguimos necesitando que las celebraciones, desde el Carnaval a las ferias, pasando por un bautizo y sus versiones civiles, tengan un invisible vínculo con lo cíclico, lo simbólico, la tribu y la genealogía, lo físico, lo emocional, la vida y la muerte. El Mediterráneo y Roma sigue dentro de nosotros. Por suerte. Por eso nos cuesta entender que las celebraciones se conviertan sólo en dinero en movimiento y escenografía de peli lacia, sin sangre en las venas, sin alma. Halloween, tan de plastiquete, hace contraste, además, con nuestros rituales de estos días, llenos de introspección y de serenidad.
Aun así, cuando una abuela andaluza interviene en un producto-festejo capitalista y prosaico, lo transforma sin duda en otra cosa, con mucho más sentido. Ese es mi consuelo. Quizá haya quienes no sepan pronunciar Halloween, pero sí hacerlo suyo y entrañable y sacarle el tufo a plástico. Como dijo aquella por wasap, y se hizo viral, “feliz juagolín, grupo, soy Vanesa”.
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Gracias, Errejón