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David Fernández
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HACE unas semanas, la prensa recogía la noticia de que una joven administrativa, Ángela Bachiller, podía convertirse en concejal vallisoletana merced a uno de esos corrimientos tan frecuentes en las listas electorales. La noticia lo era porque Ángela padece el síndrome de Down. Un caso, límite si se quiere, de una política de integración cuya sola posibilidad ya nos hace mejores. Mejor sociedad y mejores personas.
Decisiones como esa de Valladolid, que vienen a mitigar el estigma de la discapacidad, no hacen sino recoger el espíritu del convenio de las Naciones Unidas sobre los derechos de las personas disminuidas al que se acogía el ministro Gallardón al anunciar los criterios que informarán la nueva ley del aborto que su departamento prepara. Porque en la actualidad, y como una más de esas contradicciones tan españolas entre ideales confesos y prácticas sociales, lo que está sucediendo es que aquellos fetos en los que se detecta alguna forma de discapacidad están siendo eliminados de forma sistemática y despiadada, pues en ellos se permiten plazos de interrupción mucho más amplios que en el resto. Eso explica que ya se haga casi imposible ver niños con síndrome de Down en nuestras calles.
El mero anuncio del posible fin del "aborto eugenésico" ha hecho bramar contra Gallardón a la pintoresca coalición que en España, en estas materias, forman la derecha pagana y ultraliberal con el feminismo radical, el progresismo enraizado en la cultura de la muerte, la izquierda clásica y la boyante industria abortera. Se esté a favor o en contra del aborto, lo que debiera estar fuera de discusión para alguien que se proclamara de izquierdas, es que a un discapacitado no debería aplicársele nunca, por el hecho de serlo, la discriminación absoluta que supone un menor derecho a la vida que a los no discapacitados. La hipocresía nunca ha sido un problema para sus partidarios, pero este asunto revela que para muchos el aborto no sólo se ha convertido ya en derecho indiscutible, sino más bien absoluto, incluso por encima de la igualdad entre las personas, supuesto motor ideológico de la izquierda.
A estas alturas, en España no podemos soñar con una izquierda coherente, auténtica defensora de los más débiles, pero estas incongruencias son las que están terminando de cavar su tumba ética y doctrinal. Si para Nietzsche el ideal de vida femenina se resumía en un "él quiere", para la izquierda abortista no hay más principio ni ley que el "ella quiere". Lo demás es religión o literatura.
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