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Su propio afán
Fernando de Haro me ha invitado a su radio para tratar de averiguar por qué ganar no siempre nos hace estar contentos. No debe de haberme invitado por mi experiencia, desde luego. De oídas (en la radio, “de oídas” es lo suyo) trataré de decir algo.
Las victorias más insatisfactorias son las falsas. Feijóo dijo que su victoria sería ser “la lista más votada”, y lo ha sido; y se sacó de la manga el concepto “mayoría suficiente”. Muchos avisamos de que nada de eso sería ganar. Hacer trampas al solitario o cambiando las reglas del juego no colma de alegría al vencedor cuando llega la realidad con sus rebajas. Sánchez también anda (o salta) celebrando una victoria clamorosa… en su cabeza, pero no en los números, como verá en cuanto regrese de sus vacaciones y se ponga a pactar.
Pero De Haro tiene razón en que incluso las victorias auténticas arrastran un manto púrpura de insatisfacción. El corazón humano está hecho para el absoluto y la inmensa mayoría de nuestras victorias son relativas. Hay un poema de Yeats en el que cuenta que en verano echamos de menos el frío y la paz del invierno, que en invierno la alegría de la primavera y que en primavera añoramos la indolencia sensual del verano. Remata con que esa rueda no es más que un secreto anhelo de la muerte. No es la alegría de la huerta, Yeats, pero me sirve para estar en la gloria en la estación que toque, por la cuenta que me trae. Con las victorias pasa igual: siempre anhelamos la siguiente. La poeta peruana Blanca Varela lo clavó en un poema tan breve como un dardo: “Has ganado la carrera/ y el premio es/ otra carrera”. Al final, no queda más remedio que parafrasear a san Juan de la Cruz: “El que se salva, gana, y el que no se salva, aunque lo haya ganado todo, ¡hasta las generales!, pierde”.
De tejas abajo, hay aún dos detalles. Primero, que ganar deja mala conciencia, a poco que se la tenga. Queda la sensación de que no se merece o, al menos, no más que el rival. Incluso los supervivientes del Holocausto tenían remordimientos por haber sobrevivido. Esto sólo pasa a los mejores, pero nosotros querríamos ser de ésos.
Por último, está la elegancia del fracaso, hecha de reconocimiento al vencedor, ironía y estoicismo. Ni el vencedor ordinario ni el falsificador se dan cuenta, pero el bueno, sí, y añora esa elegancia. Desde aquí, ya le digo yo que tampoco es para tanto y que disfrute, si puede, un poco más de su victoria.
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Gracias, Errejón