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La tribuna
ERA una palabra apenas utilizada y, por lo tanto, casi desconocida. En los últimos tiempos suena con mucha frecuencia. Y, como sucede en estos casos, pasamos con facilidad del escaso uso al abuso. Ahora se llama genocidio a muchas matanzas, a veces numerosas y crueles, que en realidad no lo son. Pero quienes utilizan esta expresión en este sentido renuncian voluntariamente a su definición exacta, pretendiendo señalar al hacerlo la importancia de la tragedia denunciada. ¿Y qué crímenes masivos no lo son?
Sin embargo, haber genocidios los ha habido, qué duda cabe, y, desgraciadamente, los sigue habiendo. Hace apenas unas semanas, el papa Francisco recordaba uno, lejano en el tiempo, pero que costó más de un millón de muertos, y el extrañamiento de su tierra de muchos de los que quedaron vivos. Me refiero al de los armenios a manos de los turcos, iniciado en 1915. Después han seguido otros: los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, el perpetrado por los Jemeres Rojos en 1975, los tutsis asesinados por los hutus en 1994, la masacre de los bosnios de principios de los noventa, etc. Parece como si, con el avanzar del siglo, los intervalos fueran más cortos y hubiesen proliferado los casos.
Solemos, con orgullo y presunción, considerar nuestros tiempos más civilizados, menos bárbaros que los del pasado, con independencia de los pueblos o culturas de que se trate. Pero al margen de los cálculos numéricos, siempre sometidos a cortedad o exceso, es seguro que nunca un siglo como el XX ha producido tanta muerte con este tipo de purgas colectivas. El nuestro va por el mismo camino. La letalidad de los medios que los científicos han puesto al alcance de los hombres no tiene parangón con la producida, usando instrumentos menos poderosos, en cualquier otra época. El rechazo y el odio, sin embargo, siguen siendo los mismos, por mucho que ahora nos demos a discursos y proclamas modernas acerca de la dignidad, los derechos y la libertad humana. Y lo son, porque la asignatura pendiente del hombre continúa siendo la lesión moral que le posee, para cuya mitigación sólo el deseo y el esfuerzo personales de vencerla, utilizando apoyos adecuados, puede resultar eficaz.
Hoy asistimos, con escasa capacidad de reacción, a un genocidio que avanza a grandes pasos y que, lejos de ceñirse a un espacio concreto, se dispersa por ámbitos geográficos diversos. Me refiero al de los cristianos. Son ya varios miles los que han sucumbido de manera cruel a sus perseguidores, mayoritariamente islamistas, y muchos los obligados a abandonar su país. Es verdad que el tema, como tantos otros similares, nos coge saturados de oír y ver en las pantallas continuamente situaciones extremas, y como ha ocurrido con el negrito en los huesos, de barriga hinchada, lleno de moscas y con su madre mirándole impotente, preferimos dirigir la vista hacia otro lado y reivindicar silenciosamente, frente al sufrimiento de los demás, nuestro derecho al goce y la despreocupación, preservándonos para lograrlo de que nos afecten las malas noticias.
Esta actitud, a mi entender la más generalizada de todas, que nos dota de una fuerte coraza psicológica protectora, se combina con la de los cristianófobos de turno, cuyo contingente crece en Occidente día a día. Se trata de aquellos que, con tal de dar a los cristianos donde sea, son capaces de apoyar otras creencias religiosas o de meter a todas ellas por igual en el saco de la violencia culpable, aunque los islamistas les tengan también, por amorales, ateos, homosexuales o irreligiosos, en primera línea de tiro. ¿Y qué decir de la ciega prudencia de nuestras élites políticas y culturales?
De esta manera, peligrosamente, casi sin notarlo, se está imponiendo entre la población, una indiferencia creciente ante el dolor ajeno, incluso el más próximo, que acelera el proceso que nos conduce con paso raudo hacia una progresiva deshumanización, justo cuando más reivindicamos la centralidad y la autonomía del hombre. Y ya no va referido tan sólo a las actitudes que adoptamos con respecto a colectivos alejados geográficamente de nosotros, aunque puedan compartir nuestra misma fe o nuestra misma alma, sino también hacia los frutos de nuestras propias entrañas, los hijos no deseados, y no digamos ya, cuando poseen alguna malformación, o hacia los padres con dificultades para valerse por sí mismos. Eso sí, siempre con el tranquiliza conciencias por medio de la calidad de vida: para evitar que sufra o una dependencia extrema de los demás. O esgrimiendo arrogantemente los supuestos derechos irrenunciables a decidir sobre el propio cuerpo caiga quien caiga. Afortunadamente, hay todavía muchas personas, sensibles a los derechos y necesidades del otro, con sentimientos de conmiseración, que no actúan así, y ello nos reconcilia, siquiera parcialmente, con la Humanidad.
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