Marco Antonio Velo
De Valencia a Jerez: Iván Duart, el rey de las paellas
La bendición de Dios y la cercanía de los santos del cielo nos acompañen hoy y siempre.
En el año 1923, el día 2 de julio –hoy hace cien años- nació a las 10 de la noche ADRIÁN DEL CERRO, siendo sus padres Dionisio y Marina, en la cercana calle de “La Iglesia”, hoy felizmente rotulada, por la Corporación Municipal de Dña. Angela Sanguino Sanguino, como “calle del Hno. Adrián del Cerro”, humilde y destacado ciudadano de Retamoso de la Jara.
Ni él ni su familia creyeron nunca que un día sería reconocido así por sus paisanos. Adrián es el quinto de seis hermanos.
Preguntado que qué hacía por su pueblo cuando era adolescente, nos dirá: “Tenía unos quince años y compartía alegre con los demás niños, éramos pillos e íbamos por los demás pueblos más cercanos a jugar con otros, lo pasábamos bien. Era una vida tranquila y serena, sin vicios y con cosas buenas”.
Ya conocemos su infancia y su juventud, hasta que pasado el servicio militar, tras colaborar en las faenas del campo, el cuidado del ganado y un periodo de tiempo de noviazgo con Ovidia, a los 27 años decide emprender un nuevo camino, dialoga con el cura del pueblo (qué misión tan grande hacen los curas de los pueblos, sólo con escuchar, orientar y señalar los caminos de la voluntad de Dios) y después de manifestarle su gran deseo: “Quiero consagrar mi vida a Dios y a servir al prójimo”, decide hacerse Hermano de San Juan de Dios. Su trayectoria formativa, así como su trabajo hospitalario, fueron siempre ejemplares desde el principio.
En honor a la verdad, tengo que decir que el cura que primero conoció Adrián y le llevó a Ciempozuelos, y que antes había llevado a otro joven toledano, nuestro Hno. Félix Quintas, fallecido recientemente con más de 90 años, fue D. Julio Damián Muñoz Cuesta, un celoso apóstol y un buen hombre de Dios, que hace poco más de tres años murió a la edad de 106 años, siendo el sacerdote más anciano de España, cura incombustible, y que ejerció hasta el final, gran aficionado al fútbol y que bromeaba con la posibilidad de que le convocaran a un maratón. Pero, seguimos con Adrián.
Primero, unos cuantos meses de prueba, en el Aspirantado. Luego, el Noviciado, donde planta las primeras raíces de su misión y consagración a la hospitalidad, lo que refrendará con la profesión temporal de sus votos de castidad, pobreza, obediencia y hospitalidad, aceptando el primer envío al Sanatorio de los Hermanos en Jerez, donde dedicado a la atención de los niños pobres afectados de polio, dará muestras de su entusiasmo y entrega.
En el año 1955 hace la profesión de sus votos solemnes en Ciempozuelos, volviendo a Jerez dedicado de lleno a la limosna, y tres años más tarde le piden los superiores que en Madrid se dedique a la acogida y atención de los enfermos mentales y el cargo de viceprior, y posteriormente, durante tres años, de nuevo a Ciempozuelos, como viceprior y entregado a la misión de caridad entre los enfermos mentales, que allí son más de mil trescientos.
Él dirá: “A mí me costó mucho la vocación, sobre todo, el recordar a mi familia. Pero la fe me robustecía a seguir”. En el año 1962, recibe de los superiores el destino de Jerez, de nuevo donde ya conocía el trabajo, la vida fraterna y la oración comunitaria y personal en la que va a desarrollar más en serio su crecimiento humano y espiritual. Durante más de cincuenta años fue limosnero en Jerez, Cádiz, Ceuta, Melilla e, incluso, Marruecos.
Me gustaría ahora destacar, con sus mismas palabras, aquellas cualidades que agrandaron su diminuta figura, hasta que hoy nos empeñamos en querer reconocerle un día con el sobrenombre de SANTO. Bendito sea por siempre.
Su constancia en el trabajo de limosnero. “Procuro no hacer caso de lo que me dicen menos grato,… pues cuando se pide por Dios y para los demás, todo va bien”.
Su humildad en el trato. “Es cuestión de fe y de sensibilidad. Hacer el bien, pero sin creértelo que eres bueno. Y si sientes que eres bueno, tienes que estar convencido de que los hay mejores”.
Ser justo con todos. “Ayudo a los que lo necesitan y no tengo otra consigna que pedir para los que no tienen, por amor a ellos y por Dios”.
La fortaleza de ánimo. “Yo tenía hambre de poder cumplir aquello que Dios pedía de mí. Mi camino está marcado en hacer la voluntad de Dios. Yo no tengo la fuerza, me la da Dios”.
Su prudencia y sencillez. “Me acerco a los pobres con tiento. Doy por Dios, lo que recibo por amor de Dios”.
Una fe grande moviendo montañas. “Para Dios no hay nada imposible, ni para quien de Él se fía, Dios lo es todo en todos”.
La virtud de la esperanza al vivo. “Dios tiene en cuenta los dolores de toda la humanidad, y sabe que mi punto de mira está puesto en Él, la Virgen y nuestros bienhechores”.
Y la caridad que todo lo espera. “Dios no quiere para nosotros cargas pesadas, pero nos invita a la solidaridad, que lejos de ser un peso, es una ayuda mayor para el que da que para el que recibe”.
Destacada vida de oración. “Las oraciones son para nosotros el pan nuestro de cada día, es más, son la vida misma que circula mediante la gracia de Dios por todo nuestro ser y lo dignifica”.
El Hermano Adrián reunía en sí todas las virtudes, y bien podemos decir que el deseo de su corazón estaba centrado en estar en presencia de Dios. Por eso el don del amor se reflejaba en su sonrisa y alegría. Y porque se le notaba abierto a la gracia de Dios, transparentaba espiritualidad y evangelio. Tuvo claro ver a Cristo en el pobre y el enfermo y fue un ardiente apasionado de la práctica de las obras de misericordia. No es extraño que un antiguo niño operado en el jerezano Hospital San Juan Grande, escribiera así: “… es un verdadero santo… cuando se está a su lado se siente una alegría interior como jamás la he sentido con nadie en mi vida”.
Su gran amor a la Iglesia y su fidelidad a la misma, la expresó el Hno. Adrián escribiéndole una carta en septiembre de 2006 al Papa Benedicto XVI, con motivo del multitudinario encuentro de Roma con comunidades islámicas: “… La diferencia de culturas es obra de Dios y por tanto todas son buenas y portadoras del bien común. Le envío mi más respetuoso y cordial afecto de fiel hijo, que comparto también con la familia islamita”.
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