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Si hoy perdiera las elecciones la izquierda y se abriera la posibilidad de un gobierno de coalición PP-Vox o incluso un gobierno del PP tras pacto de legislatura con Vox, la reacción de algún sector político sería inmediata: estado de alerta antifascista, salida indignada a la calle (espectáculo grotesco: protestar contra lo que ha votado la gente al día siguiente de haber votado la gente), preparativos para la huelga general y movilización de todos los sectores por sus reivindicaciones pendientes.
No sólo es un pelín antidemocrático y ridículo. También es muy negativo para la propia izquierda, que se ha pasado media vida ejerciendo la autocrítica y ahora no se examina a sí misma ni cuando es perentorio hacerlo. Resulta más cómodo esconder la cabeza bajo la arena, en plan avestruz, lanzarse a correr como pollo sin cabeza –la cosa va de metáforas animales–, culpar a la derecha conservadora por haberse sometido a la ultraderecha o ser lo mismo al fin y al cabo, quejarse de la inquina de los medios informativos conjurados o lamentarse de no haber sabido comunicar los muchos logros alcanzados... Ninguno de estos argumentos, ni todos ellos juntos, consiguen explicar este misterio: en el tiempo que dura el Gobierno de coalición progresista, tras las elecciones generales de noviembre de 2019, Vox, que antes no existía, ha llegado a obtener 3.656.000 votos y 52 escaños (en abril se había quedado en 24). ¿No podría ser que algunas de las políticas del Gobierno –por ejemplo, la catalana– hubieran influido en este ascenso? ¿No sería bueno preguntarse si la crecida de la ultraderecha tiene que ver con la insuficiencia de la política tradicional ante problemas sociales evidentes y graves, como el abandono del mundo rural, la inmigración o la globalización? Que Vox ofrezca soluciones simplistas, autoritarias o irrealizables a estos problemas no quiere decir que no existan. Tres millones y medio de españoles no pueden ser fascistas redomados dispuestos a perseguir homosexuales. Ni despiadados capitalistas. La mayoría vienen de los sectores populares. Como ha pasado desde hace años en Francia o Italia, donde los apoyos a Le Pen o Meloni han salido de los antiguos votantes del Partido Comunista.
El escritor Javier Cercas lo sintetizó hace poco: “Menos aspavientos y más argumentos”. Para combatir el auge de la ultraderecha no sirven los golpes de pecho, las indignaciones y las excusas de mal pagador. Sí la autocrítica, la reflexión y la cabeza.
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