Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
Gafas de cerca
Ayer, al atravesar los jardines junto al campus camino del despacho, no serían menos de trescientas las personas que componían una ordenada cola que se introducía en el polideportivo. A ojo, todos eran mayores de 65 años, salvo algunos acompañantes. Un desfile de no menos una hora, a las cuatro de la tarde, a unos 25 grados, hasta llegar a vacunarse. Al llegar a la facultad, la paz era absoluta, y el vacío del patio central era completo. Gestores tienen Sanidad y la universidad, pero se pregunta uno si ese castigo a un grupo silencioso y dócil no es inmerecido, que lo es, y si no es evitable.
Es primavera, y los días son variables, como volubles y vulnerables se vuelven los ánimos. Este extraño puente de Semana Santa ha sido el de las correntías de paseantes, las terrazas de bote en bote, la rigurosa reserva en el velador, y con días de antelación; la de las fiestas de los padres de lo botelloneros, que hemos perdido toda la credibilidad con nuestros hijos, tan niñatos e insolidarios, y nos hemos embarcado en lo que los caribeños llaman pasadías: jornadas de alterne interminable, con transición continua de cerveza helada, almuerzos con platos comunes y buen tinto, gin-tonic fresquitos, sesiones espontáneas de rumba al caer la noche en las que las madres maduras -que tanto sentimiento de culpa inocularon a sus hijos hace nada- demuestran su aprovechamiento de las clases de flamenco, mientras que maridos y amigos se aplican a la cintura de mujer y al requiebro a su oído, susurrando por Bambino de gitanas maneras.
Ya muchos mayores parecen ir estando a salvo tras sufrir la cola de castigo, aunque las autoridades sanitarias y políticas nos repitan que la guerra está lejos de haberse terminado: llega la cuarta ola. Pues ole con ole, la cuarta ola. En el fondo -lo digo por todos mis compañeros y por mí el primero-, somos como jóvenes con picores que salen del internado el fin de semana. Padres y madres ya en edad de ser abuelos que entendemos poco si no es con amenaza, que sabemos sermonear pero que, ay amigo, cuando nadie nos ve, nos desmelenamos. Por eso, nuestros cuidadores políticos van abriendo y cerrando la mano. Y de vez en cuando, si nos hacemos más pipí en la alfombra, nos encierran en el patinillo, trastrás para Toby. ¿Cómo serán las relaciones entre conocidos y extraños cuando la pandemia sea cosa del pasado? Mucho se habla y escribe sobre esto. Lo que está claro es que como nos den carrete, entonamos el "a holgar, a holgar, que el mundo se va a acabar"... ¿o no era así el dicho?
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