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El lenguaje no es inocente. Nunca. Tengo en casa una colección de carteles de posguerra, de esos que guardábamos cuando los periódicos hacían de escuela colectiva, que podría formar parte de una exposición vintage en cualquier museo de nuestro país. Tan excesiva es la estética como los lemas. Asustan por momentos; inquietan siempre. Cuesta mirarlos si no es a través del cristal de una vitrina.
Con esa misma distancia, de prudencia y de contexto, deberíamos interpretar las palabras de todos los dinosaurios de la política, de nuestra historia democrática reciente, que hemos puesto a desfilar este incierto arranque de curso. De Felipe González y Alfonso Guerra a José María Aznar con réplicas incluidas. ¿Declaraciones “golpistas”? Seguro que cometo algún pecado, que cruzo alguna línea roja, cuando uno sus nombres. Pero el antagonismo de sus posturas no cuestiona el fondo del asunto: a los jarrones chinos hay que cuidarlos y respetarlos, sí, pero también dejarlos descansar.
Todas las generaciones tienen su tiempo y, por su puesto, su derecho a equivocarse. Vuelvo a una idea que expresé hace unas semanas sobre el peligro de juzgar, con ojos de hoy, hechos y comportamientos del pasado. Y vuelvo a un axioma que la velocidad de nuestros tiempos ha desautorizado: el efecto retrovisor ya no funciona. La política, por encima de cualquier otro espacio del saber, tiene que ver con el aquí y el ahora. Lo que en Alemania puede funcionar en España puede ser un auténtico desastre; lo que era una práctica consentida hace un siglo hoy puede ser una aberración.
¿Somos desagradecidos por pensar así? Somos pragmáticos y consecuentes. La historia de la ciencia, del pensamiento, es un edificio que hemos levantado en una cadena infinita de aportaciones. Corroborando y refutando. Pero la política tiene que ver con el arte de hacernos la vida más fácil. Y ahí son importantes los frames. Con el desafío de intentar entender lo que vemos en las antípodas.
Les pongo un ejemplo: el Lazy Girl Job. Hace referencia a un vídeo en TikTok que acumula millones de adhesiones y reivindica un trabajo sin estrés, con buen ambiente y que permita conciliar. Las protagonistas (chicas de la generación Z), no hablan de dinero, de ambición ni de poder: quieren trabajar menos y vivir mejor. Cobrar, lo justo. En su hipérbole provocadora, ser “vagas” es una opción... No hay que viajar a la Transición. Con ese planteamiento, yo no hubiera conseguido un puesto ni de becaria. ¿Pero seguro que son ellas las que están equivocadas?
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