La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Estaba predestinado a convertirse en un fotoperiodista internacional de larga data. De hecho ya ostentaba dicha naturaleza sin remedos ni acrimonias. Pero la implosión de la muerte -hoy hace un año- sesgó demasiado pronto los preceptos del non nova sed nove. Hablamos de un ser de cercanías que sin embargo, como el anverso de la máxima de Heidegger, enseguida subió a bordo de un destino con título de filme de James Stewart: ‘Tierras lejanas’. El pensamiento del jerezano Javier Fernández -Javier Fergó- era un dosel que cubría toda la elegante subversión de su vivaz capacidad creativa a ras de suelo, al costado de los sin techo, sobre la candela de la guerra, allí donde el peligro actuaba al acecho, a bocajarro, cargando la suerte, como el exabrupto tribal de la sangre pronta. Guardó bastantes semejanzas con San Francisco de Sales, patrón de los periodistas: por ejemplo el rechazo de la vida cómoda para apostar por el a menudo caballo perdedor -pero sin embargo corcel siempre libre- de la incursión -nunca perentoria- en el claro ardor, en el denso hedor, del campo de batalla. De la noticia a veces sin soluciones salomónicas y sí muy explícitas de injusticia social o de dolor codo con codo.
Afrontó la profesión como latido vocacional, como servicio social, como un derecho mutuo, como un deje de humanidad, como una proeza, como un reto, como una protección de la naturaleza… Las migraciones de poblaciones como dictado de aquello que otros ojos jamás alcanzarían a contemplar sobre el terreno. Sus instantáneas -palpitantes- jamás desprenden la superficialidad de una impostación. Si te aproximas al cartón duro de una fotografía de Javier y tocas el brazo del bailaor o del refugiado entre mantas raídas, denotarás la dermis del arte flamenco o la textura de una piel rugosa. Si tocas el cielo negro de una noche de entreguerras, percibirás el suspiro inquieto de la luna en cuarto menguante. Si acaricias la montonera de escombros de unos edificios destruidos por la detonación de una bomba extemporánea, tus dedos se llenarán de polvo y posiblemente de expiración con gargantas infantiles. Hete aquí la realidad vertiginosa de las fotografías de Javier Fergó. La obra de Javier posee su voz personal pero asimismo los ecos de quienes quedaron consagrados a la inmutable poética del tiempo yermo, del tiempo insurrecto, del tiempo que regresa. Una narración sin palabras, una soldadura accesible, una anarquía artística entre abrupta y cartesiana, en cada imagen, en cada escena, en cada golpe -calculado- de flash.
¿Caligrafía? d’Ors decía “¡por escrito, por escrito!”. El modo de escribir de Fergó cuajó en el alfabeto del lenguaje fotográfico. Al socaire de otros predecesores como Robert Capa o Eddie Adams. Después de observar por unos minutos cualquier fotografía de Javier ya sólo resta sumergirnos indistintamente, a ojos entornados, en el universo musical de Gabriel Celaya. O de Paco Ibáñez. O en la orquestación -a modo de retiro espiritual- de Edvard Grieg. O en un cuadro de Rembrandt. Precisamente porque cada ilusión finge un nuevo amanecer. Porque cada amanecida propone una nueva ilusión. El fotoperiodismo encontró en su bonanza una adquisición con denominación de origen. Copyright de pura cepa. Estilo que no admitía debate. Autoría distinguible a primer golpe de vista. Javier fue listo como Cardona y humilde como San Francisco de Asís. Si la cara es el espejo del alma, nuestro amigo y hermano ya presentaba sus credenciales de pureza y bondad de antemano. Ligero de equipaje en ninguna avariciosa pretensión.
Muy joven cruzó el Rubicón del miedo porque siempre antepuso el amor al temblor. Ya lo dictó san Agustín de Hipona: “Ama y haz lo que quieras”. Y Javier quiso ser fotógrafo de prensa, fotógrafo de agencia, fotógrafo autónomo, artista de la imagen, monaguillo antes que fraile, promesa en ciernes, profesional de altas capacidades. Modelador y modulador. No se le atravesó la proximidad de un cañonazo de fuego -cuando el cultivo de la obligación profesional se tornaba punto de mira- y por el contrario, como un brusco volantazo de sus días contados, la enfermedad -proditio- metió los morros a traición. Luchó Javier a brazo partido contra los primeros estertores del lecho del dolor. Agosto de 2022. Y finalmente, cuando ya descansaba en su propio hogar de la hazaña de una recuperación de luz y asueto, devino el apagón, el desvanecimiento, la caída del imperio de todo su talento, el crujido contra todo pronóstico, el fallecimiento. Hoy -6 de septiembre de 2023- hace -justamente- un año. Contaba 42 de edad. Los meses han volado como las golondrinas -que dibujan bálsamos- en los cielos interiores de la otra medida de las cosas. Pero los recuerdos no se tornan difusos o irreales. Y aunque Nietzsche manifestara que la verdad es retrospectiva, yo prefiero ahora subrayar cuánta vida sostiene la remembranza de nuestro querido Javier Fergó y apelar a la frase celebérrima de Azorín: “Vivir es ver volver”.
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Gracias, Errejón