El balcón
Ignacio Martínez
Motos, se pica
Traigo a colación -siempre Jerez intramuros- la talla académica de quien obtuviese un doctorado a la temprana edad de veintiún años y -sin darse pote ni macerar ínfulas de maestro Liendres- fuese -andando de puntillas el tiempo- miembro de la Reales Academias Española; Real Academia de la Historia; Real Academia de Bellas Artes de San Fernando; Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales; Academia Brasileña de Letras Unión Iberoamericana; Real Academia Gallega; Real Academia Nacional de Medicina o Real Academia de Medicina de Cataluña.
Me refiero -evitando gastar pólvora en salvas y ahíto de aparcar los honorables méritos de nuestro ilustre médico internista- a la figura -hijo de gaditana- Gregorio Marañón. Precursor de la endocrinología y quien, jamás bogando a la deriva, taquigrafió en negro sobre blanco -a modo de prólogo de su celebérrimo libro ‘Ensayos liberales’- que “ser liberal es, precisamente, estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo y, segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, al contrario, son los medios los que justifican el fin.
El liberalismo es, pues, una conducta y, por lo tanto, es mucho más que una política”. Estas aseveraciones son sancta sanctorum y no timo de la estampita. En la escritura de Marañón se combinaban la cabriola de la medida del tiempo y el dribling sintáctico al quite, como un regate eléctrico de Johan Cruyff al borde al área. Musculaba el pensamiento incluso rizando el rizo de un juego en contradanza: el de las palabras: hete aquí un quintaesenciado ejemplo: “En la Historia hay una cosa absolutamente prohibida: el juzgar lo que hubiera sucedido de no haber sucedido lo que sucedió”. ¡Menuda tijereta a la brasileña en el punto de penalti! Pues bien: en tan prolífico doctor anduve pensando hace dos martes cuando observé la destreza comunicacional y la altura académica del jovencísimo ponente que entonces ocupó la tribuna de oradores de la Real Academia de San Dionisio: Alfonso García Orellana.
No escribo para bailarle el agua a quien, muchacho, posee un currículum sin parangón en el eje de abscisas y ordenadas de la corta edad, por una parte, y la suma de titulaciones académicas, por otra. Y esto en atención a dos razones: a) porque tan sesudo científico no necesita ninguna suerte de alharacas y b) porque no nos conocíamos siquiera de un fugaz saludo previo. Por ende -fuera ya de la zona de peligro o de tentativa del meloso pasteleo- no me hallo yo pisando la dudosa luz del día -Camilo José Cela dixit- de cierta amistad precursora como la que, al retortero, coleccionaba Henry Miller cuando comenzó a redactar su obra ‘El libro de mis amigos’. Por cierto: estas páginas del libidinoso exponente de la rompedora generación Beat entrañan todo un dictum sobre las relaciones afectivas entre iguales. Lectura muy apta para quienes menoscaban el sentido de la amistad en aras de los incapacitados -por febles- intereses creados. Deliciosos -con sabor umami- los
capítulos dedicados a Vicent Birge, Joe Gray, Miriam Painter, Edna Booth o Alec Considine. Para no salirme por la tangente, retomo el hilo conductor de esta columna de admirativo basamento. Alfonso García Orellana dejó boquiabiertos a quienes asistimos a la solemne sesión pública de la Real Academia de San Dionisio -¿verdad que sí, poeta Mauricio Gil Cano-, sumidos todos en un asombro no de palmo de narices, sino de pasmo de narices, como el apelativo del torero de Triana que en el tercio de varas de la vida se dio en llamar -a lomos de su jaca ‘Maravilla’- Juan Belmonte -cuya muerte suele aparejar la agridulce afirmación de Balzac: “Cada suicidio es un sublime poema de melancolía”-.
Alfonso llegó, vio y venció. Sin necesidad de entonar cuanto gritara el capitán Ahab al avistar la ballena blanca: “¡Por allí resopla!”. Como -siempre sin papeles ni folios sobre los que acodarse- su presentadora y vicepresidenta de Ciencias de la docta casa jerezana y además, a mayor abundamiento, autora de los días del ponente Ana María Orellana Cano, con la venia concedida, subrayara: “Y en la vida, como en las tragedias de Euripedes, el tiempo da paso a lo inesperado. Ni en mis sueños más bonitos me podía imaginar verme presentando a mi hijo en esta sede de la Academia de San Dionisio. Un joven bioquímico jerezano, embajador de Jerez allí donde va.
Con esta conferencia la Academia cumple el doble objetivo de acercamiento a la sociedad y acercamiento a la juventud”. Fue Alfonso tomar la palabra e imaginarme enseguida a Gregorio Marañón, a su edad, con idéntica solvencia ante selectos aforos. Es Alfonso, potencialmente y en su materia, el Frederick Sanger de Jerez. No ha descubierto la secuencia de la insulina pero sí es un consumado experto en la terapia génica: esto es: “el presente y el futuro de la Medicina tal como la conocemos”. Cuando pasen décadas, la foto de su charla en la Academia refrescará el aspecto juvenil de un ilustrísimo de renombre nacional. Apuesto, a este tenor, doble contra sencillo. Y no hablo a mero golpe de corazonada. Juventud, divino tesoro. En el cofre de Alfonso las pepitas de oro se han tornado quilates de profesionalidad y reputación ganados a pulso. Sí, Ana María, querida magistrada, el refranero español, como el algodón y como los repiques de la conciencia, no engaña: de tal palo, tal astilla.
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