Marco Antonio Velo
En la prematura muerte del jerezano Lucas Lorente (I)
Manuel Barbadillo Rodríguez (1891-1986) -prohombre de las letras y de la manzanilla- fue un insigne sanluqueño de veras querido en esta ciudad de Jerez. Manuel -prolífico autor literario donde los haya, preclaro polígrafo-, mayor de cinco hermanos, expandió con creces sus meritorios conocimientos a propósito de la vinificación de la uva. No en balde regentó la presidencia de la renombrada bodega familiar que a no dudarlo catapultó a la élite -equiparándola- de las más cimeras de esta localidad jerezana. Pongamos que hablamos de uno de los sanluqueños más brillantes e influyentes del pasado siglo XX.
Poeta de alta literatura o literato de alta poesía, Barbadillo jamás desplegó como una suerte de defensa contra las ofensas de la vida, sino la elevación de los usos dialectales, los localismos, el aldabón idiosincrásico de un costumbrismo que es galería de espejos a pie de calle. Vivió siempre preñado de pasiones. De una parte su condición de bodeguero: devoción a la postre heredada de sus padres: Caridad Rodríguez Terán y Antonio Barbadillo Ambrosy. De otro lado, las letras. Como un microcosmos de luz y estilística creación de imágenes. Siempre la lucidez como cordón umbilical entre un oficio y otro. En ambos destiló una profesionalidad fuera de lo común.
Primavera de 1936: nace su primer libro de poemas: ‘Rincón del sol’, editado por la celebérrima Plutarco -léase la editorial en la que publicaban por lo común autores de la talla de Menéndez Pidal o Alberti-. Manuel Machado -bautizado a mayor gloria de Dios en la pila de la sevillana iglesia de San Juan de la Palma- prologa esta obra. Y lo hace a conciencia principiando el texto con un poema que arranca de la siguiente forma: “Tus versos, Barbadillo/son juncos de ribera,/cañas: de manzanilla/-en el fondo una almendra-/o simplemente, cañas/verdes, sonoras, trémulas.../Caramillos del río/ y flautas de la tierra”.
Posteriormente circularían obras de notable pegada mediática cuya temática además evolucionaría como en una letrilla de Manuel Gerena -otro “hombre del pueblo andaluz que canta al pueblo andaluz desde una acuciante y empecinada solidaridad”-: “Rompe gritando verdades/ como tu llanto al nacer,/ niño, si ves la injusticia/ no vayas a enmudecer”. Barbadillo siempre priorizó la justicia usando el arma poderosa de la amabilidad, la lucha a brazo partido de la bondad que reivindica la virtud del prójimo, la sencillez categórica de un intelectual nacido para hacer -sin aposturas de convaleciente- el bien.
No enmudeció porque fue entretejiendo la malla de un legado poético arracimado en obras como ‘Geranios’ (1940) -con introducción de José Carlos de Luna-, ‘Flor y cal’ (1945), ‘Calesas y bergantines’ (1948), ‘Jarcias y yuntas’ (1950). Y así hasta unos treinta libros donde el eco del modernismo se hace -como un dictado constructor de puentes- muy presente. Cultivó por descontado la narrativa: ‘La sombra iluminada’ (1950) o, entre otros, ‘La baraja’ (1971), ‘La fuga del perro’ (1976)... El prisma narrativo de Barbadillo no se sitúa en un juego de adivinaciones, sino que obedece al criterio que todo lo coloca sobre su justa escala de valores. Mención aparte merece ‘Andalucía alegre’: esos pintorescos -en la mejor acepción del término- retratos -escritos a lo largo de un cuarto de siglo a partir de 1957 y editados, colosalmente, en quince volúmenes- donde el sentido el humor y la luminosidad del hallazgo descriptivo alcanzan cotas de innegable maestría. Siempre en aras del gracejo latente en el sur del Sur.
No cesó de escribir ni a sol ni a sombra. Apostó a su vez por el ensayo. Su producción como escritor -todo un sabio emboscado en el tenor de la discreción, amigo íntimo de autores como José Manuel Caballero Bonald o Fernando Quiñones- crecería al calor de la vida. Sobre Sanlúcar escribió con fruición. Y parió libros que hoy propician la consagración de una época: ‘Pacheco, su tierra y su tiempo (1963), ‘Luis de Eguílaz (1964), ‘Ángel María Cortellini’ (1983), ‘El duque de Montpensier y la política de su tiempo’ (1977), ‘Manuel Godoy’ (1979). O el vino -fruto de dioses y bálsamo omnipresente como caricia de un edén cercano por razones de natalidad-: ‘El vino de la alegría’ (1952), ‘Otra vez la manzanilla’ (1975), ‘Alrededor del vino de Jerez’ (1975). Por cierto, en tributo a la sociedad jerezana de los años de la Transición, fraguó un libro indispensable: ‘Jerez de la Frontera, en el año 1980’.
Hijo Predilecto de Sanlúcar y fundador de su Ateneo, se le erigió un busto en la explanada del Castillo de Santiago, a un tiro de piedra de su empresa bodeguera. Fue académico de las Reales Academias de San Dionisio de Jerez; San Romualdo de San Fernando; Buenas Letras de Sevilla; Hispanoamericana de Cádiz; de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba y San Telmo de Málaga. La fotografía que ilustra esta columna periodística refleja su ingreso como académico, el 8 de julio de 1972, en la Real Academia de San Dionisio. Foto de Manuel Iglesias.
Su discurso desarrolló ‘Comentarios sobre la poesía moderna’ -Barbadillo hizo una comparativa entre las ideas poéticas clásicas y las de vanguardia-. Contestó al nuevo académico José Juan Arcas Gallardo. En la imagen aparece además junto al entonces presidente de la Academia Valentín Gavala. Sirvan estos párrafos como homenaje y rescate de una figura esencial de la cultura que tantísimo entregó a nuestra Noble y Leal Ciudad. ¡Gracias, don Manuel!
También te puede interesar
Lo último
Encuentro de la Fundación Cajasol
Las Jornadas Cervantinas acercan el lado más desconocido de Cervantes en Castro del Río (Córdoba)