La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Como un movimiento difuso que, de puro brusco, muestra ahora esta desazón que me atolondra. Así tropiezo yo hoy con la comba de mi tristeza. He de apostrofar un artículo periodístico de urgencia. Al dictado fúnebre de la actualidad. La profesión manda, el tiempo apremia, y la letra no siempre con sangre entra. Dudo en la elección de la herramienta de escritura a la hora nona de esta necrológica con sabor agridulce. Redactar la elegía de un gran jerezano, tierno como el pan nuestro de cada día, supone algo así como la inflamación de una cierta desazón interior. Nada me sirve de bálsamo, ni siquiera el calambre azul de la nostalgia -cuya remembranza dicta esta mañana cómo mueren los corazones de oro de ley, tal piedra preciosa de una vida labrada a base de nobleza y generosidad-. ¿Escribo entonces mejor a mano, cultivando la grafomanía, que es como las palabras descienden directamente por el brazo derecho hasta derramarse en ordenada hilera sobre el papel mojado de lágrimas de pura impotencia? Desecho por tanto el teclado isla, el teclado físico, del iPad. Hoy su alfabeto adquiriría una musicalidad demasiado impostada. Demasiado mecánica. Demasiado cosificada. Para escribir al dictado de la muerte de Paco Franco -ese ángel de la afabilidad- no cabe otra que empuñar una Montblanc de la joyería Franco Pozo. Por meras razones de proximidad. Quizá la última que adquirí cuando jamás la tinta negra de este bolígrafo Mozart preconizaba el cadáver joven de quien hizo de su existencia un virtuosismo de amabilidad, de profesionalidad, de magnanimidad para con el prójimo. Ha muerto un risueño, o sea un latido de amor. Ha muerto Paco, el de la joyería de siempre de la Plaza La Yerba o posteriormente sita en calle Larga, cuando la simultaneidad de su sonrisa -alta como la envergadura de una confidencia- pertenecía ya, y no por derecho arrogado, al patrimonio urbano del microcosmos que linda Plateros con la Cruz Blanca, el Consistorio con el escaparate de Quevedo. Paco era la categoría humana que enderezaba, por contraste, el paisanaje céntrico de esta localidad que jamás se quiso desecha ni fragmentaria.
En el fragor de una ciudad difícil y a veces cainita como Jerez, Paco Franco constituía un contrapunto. No suelen nacer seres como él. Porque ya casi nadie siente como sentía Paco. Tan sensible a los problemas de los otros. Tan de sentimientos puros. Tan legítimo en su autenticidad sin trampas ni cartón. Tan brillante en su autoexigencia. Tan listo como servicio a los demás. Tan humilde en su prestigioso currículo académico. Tan de preferir la discreción al primer plano protagónico de una fotografía de viento hueco -de aire con efecto gaseosa-. Una persona buena en el sentido machadiano del término pero también al tenor de cualquier otra acepción posible. Buena, sin dobleces. A nativitate. De la cuna a la sepultura. Durante su funeral -que registró un lleno absoluto, hasta la bandera a media asta, antier miércoles en la iglesia de San Dionisio- las frases coincidentes enseguida diagnosticaban la calidad humana de Paco: las expresiones de unos y otros se sucedieron como un collar de versos color verde esperanza: ¿Paco Franco?… “Un amigo profundamente bueno”: ¿Paco Franco? “Un amigo bueno de verdad”: ¿Paco Franco? “Aparte un profesional como la copa de un pino, elegante y con un atractivo don de gentes, fue sobre todo un hombre bueno”: ¿Paco Franco? “Es la persona más buena que jamás he conocido en toda mi vida”… No pude colegir otros conatos definidores. Nadie ofrecía una descripción de la personalidad de Paco que excluyera algún vocablo de la familia de palabras de la bondad.
Pese a nacer en el calor de un hogar económicamente acomodado (su padre, Francisco Franco Pozo pronto -primeros años de la década de los sesenta- labró Jerez intramuros un comercio referencial en el gremio de los joyeros), el niño Paco Franco Sierra, estudiante destacado del colegio La Salle primero en la Alameda Cristina y ulteriormente en la calle Antona de Dios, siempre apostó a manos llenas por el éxito del esfuerzo personal, por las resultantes de la superación propia, por la satisfacción honesta del deber cumplido. Y así él, estilista del buen gusto, habitante de todas las regiones de la empatía, estudió a fondo y así formándose -como el arroyo se prepara para ser río- de cara a un halagüeño futuro laboral. Un crack en los estudios. Sacó, en Córdoba, la carrera de Económicas a la primera, con una facilidad pasmosa, acorde con un talento fuera de lo común. Ya en la cabeza lucía los rizos de unos laureles del César de todos los diplomas habidos y por haber. A Paco siempre le afectó mucho la desdicha de un tercero. Tan humanitario. Tan orgánico en sus sentimientos. Gustaba del buen vestir para ofrecer la suprema imagen de sí mismo como prolongación de un negocio de clase y estilo. Amó su profesión hasta el punto de especializarse oficialmente -otro título académico más- en gemología.
Paco siempre destacó por su amplio sentido de la responsabilidad. Dedicado por entero al cuido familiar y a su comercio (supo personalizar el trato con el cliente hasta el punto de crear vínculos unitivos). La garantía y la confianza como aliados infranqueables. Nunca mostró un temperamento seco, muy al contrario: era dueño de ese espontáneo y natural finísimo sentido del humor que por trechos cultivaba cuando hacía sociedad con amigos y allegados. La seriedad del oficio no está reñida con el divertimento en los momentos de asueto. Paco, atento en el trato, era el primero en pagar la conviá. Se hizo patrón de barco para echarse a la mar, viento en popa a toda vela aunque no con cien cañones por banda. Ha fallecido un apóstol de la verdad que nada engríe. Siempre se dio a querer. Es cuanto tiene la lumbre de lo descarnadamente genuino. Haz el bien y no mires a quien. Por esta razón Paco acaba de conocer la joya de un cielo celeste. El anillo de un sol sin dolor. La pulsera algodonada de unas nubes blancas como el descanso del bienaventurado. Allí, en un paraíso de vitrinas cristalinas, antes de abrir la tienda de la eternidad a un público aún por llegar, ya se ha fundido Paco Franco -abrazo de luz y reencuentro- con sus padres, como así hiciera repetidamente durante aquellos años de ilusiones y juventud en un piso -claro y alegre- de la calle Prieta…
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Gracias, Errejón