La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Durante las tres últimas semanas ando demasiado suelto de mano en cuanto a la compra de libros. El devenir cotidiano -que a veces zigzaguea a capricho- se ha hecho el encontradizo con cuatro o cinco librerías de viejo. He aquí mi piedra filosofal -se pongan como se pongan las mejillas arreboladas de las pantallas de diez pulgadas-. Un libro fetiche es aquel que admite caricias página a página. Y anotaciones de puño y letra en la dermis de los márgenes. El libro físico se abre como una rosa temprana y se despereza como un sexagenario de mentalidad posmoderna. Los libros añejos supuran, como líquido espectral indetectable, la baba derramada por la sucesión de lectores anteriores. Los libros de viejo son como la falsa moneda, que de mano en mano van y ninguna se los queda. O sí. Librerías de viejo: me rindo ante estos establecimientos que regalan aventuras personalizadas al por mayor. En el triángulo escaleno de Cádiz-Huelva-Sevilla. No existe para mí mejor isla del tesoro para reconvertirme, ipso facto, en el buscador de oro de un hallazgo –¡siempre varios!- que parece llamarme con campanuda voz de señor muy almibarado. Tanto me deleito en el escaparate que el hormigueo pronto sube, a sus anchas, por las perneras.
Ante este tipo de mansiones de la intelectualidad uno debe primeramente hacer la señal de la cruz, y encomendarse con fruición a los hados favorables, para no caer de lleno en las fauces de la avaricia. Puertas adentro respiro abdominalmente en ocho tiempos y -¡zas!, ¡ultreya!, ¡eureka!, ¡por allí resopla!- manos a la obra. Ningún ringorrango exterior llega siquiera a distraerme. A la manera de Ortega, entonces sí soy yo y mi circunstancia. Jamás esta experiencia ha bajado enteros. Nunca me llegó la soga al cuello. No recuerdo tampoco haber salido alicaído del embate. No se trata sólo de echar una ojeada sino, “piadoso vértigo de tierra”, sabotearme a mí mismo -aposta además- por los Piélagos de una introspección de veras saludable. Donde las dan, las toman, y entre estos pasillos de rascacielos de títulos librescos de todo género, un servidor no causa estragos a la deriva de la nada: más bien intuye dónde encontrar el Arca perdida.
En las librerías de viejo nada emerge tenebroso aunque sí polvoriento. Sobrevuelan varitas mágicas que provocan lluvia de estrellas. Se despide a la francesa la efigie de un venerable señor cuyos ademanes convocan impunemente los arcos de la duermevela. En los lectores empedernidos inyectan estas paredes una voracidad delatora. Las horas vuelan, como un diablo cojuelo por la techumbre del club de los poetas muertos. Los nombres de los escritores parecen recostados sobre los calendarios de cien años de soledad. Si encuentras una señora en pie, tan sólo será de rojo sobre fondo gris. En esta corporación -tan selectiva- sólo conviven adultos que acolchan ratas literatas. Las librerías de viejo tienen más de Gruta de las Maravillas que de Cueva de Alí Babá. ¿En qué estante dormirán los quebrantos del poeta maldito cuyas rimas jamás fueron exoneradas de la anonimia? Jerez alberga, por separado, legión de hombres y mujeres que fuman -no de contrabando- la valleinclanesca pipa de kif del gusto -de la tendencia, de la tenencia- de estas librerías con aspaviento gótico y espíritu de Underwood.
Puedo prometer y prometo que me chifla la sevillana Librería Anticuaria Los Terceros -a un tiro de piedra de la cerveza supersónica de ‘El Tremendo’-, sita en la plaza homónima. Allí canturreo, al atravesar el umbral de su acceso, el temazo de los Romeros de la Puebla: “Tiempo detente…”. Porque, en esta inmensidad de letra impresa, como diría Jesús Quintero, “puedo vivir de acuerdo conmigo mismo”. En mi biblioteca personal conviven auténticas joyas que rescaté de Los Terceros. Por ejemplo incunables como algunas obras de José María Izquierdo, el escritor sevillano tan precursor del ensayismo local. Y del articulismo con nombre de ciudad que divaga por la Gracia. O firmas tales Eugenio Noel, Manuel Chaves Nogales, Juan Sierra, Rafael Laffón… Invito a los jerezanos no ignoren, no ninguneen, no desprecien ninguna librería de viejo que salga, seductora, tentadora, al paso. No encontrarán en el interior una cámara de los horrores, sino un arsenal limpio de cultura escrita con letras capitulares. Un esbozo al aire libre podríamos encontrarlo en los puestos del recomendable rastrillo que Jerez acoge cada domingo en el González Hontoria. Un paseo -al alba sería- del que tampoco, ni mucho menos, saldréis defraudados.
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Gracias, Errejón