La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Amanece en la ciudad. Un silencio casi estremecedor pronto combina sus postrimerías -su mudez de noche silente- con el gorjeo de los pajarillos madrugadores que compiten -como la inocencia de chiquillos juguetones- en romper entre ellos el hielo del canto nunca agreste de la mañana. Aún no penetra siquiera una lámina de luz por entre los ventanales de los áticos más altos de Jerez. Los timbres de voz permanecen cerrados a cal y canto. No se escucha un alma, quizá algún balbuceo entre dientes. El espacio aún está empapado de oscuridades ya tornándose en cromatismos rojo pajizo. Las mesillas de noche zarandean los puntuales despertadores -¡cómo chirrían esos malditos artefactos!- toqueteados ahora -a manotazos ciegos- por las voluntades remolonas de sus propietarios. El sueño todavía pisa y pesa. Cinco minutos más -mimosos como un arrumaco inesperado- comporta esa vivencia inexplicable sobre la horizontalidad del colchón: gozo que es metáfora y acomodo: un placer nunca artificial que sin embargo sueña con instantes de prórroga: el desperezo puede esperar. Como el cielo -siempre algodonado- de la película de Warren Beatty. De nuevo los minutos, que comienzan a hacer footing. ¿No duraban todos sesenta segundos? Y el reloj empuja al personal -primero a los adultos, luego al resto de la prole- como un toque de retreta que no admite más dilación entre sábanas. Ya no crujen los ruidos nocturnos sino los bostezos del alba.
Las calles tampoco han despertado. Aún los automóviles no se han congregado como rosarios de hormigas a vista de pájaro. De pronto un batir de alas que desciende como guiños del aire con latidos de marfil. Es el anuncio del espectáculo mañanero de la salida del sol. Abruptamente observamos una escena tierna y grave: surcada de carne blancuzca: un anciano que camina con dificultad sobre un acerado demasiado estrecho. ¿Tan temprano? El asfalto se extiende húmedo y brillante, como los reflejos de un mundo imaginario cuyo rumor se reduce a un roce de blusas. ¡Qué bello es mi Jerez en este orto de un nuevo día que me regala el Señor! ¿En ello andaría cavilando este buen hombre que siempre reza a las imágenes salidas de la gubia del escultor valenciano afincado en Jerez Ramón Chaveli: Jesús de las Tres Caídas, el Señor de la Vía-Crucis, el Cristo del Amor, el Hijo de su Madre de las Angustias? En ocasiones, cuando el insomnio le alcanza, también habla a solas -girando su corazón hacia el paraíso de quienes ya no habitan este mundo de los vivos- con este artista de la madera que tantas devociones cristíferas regaló a la bendita tierra jerezana.
Pero no. Esta pasada noche ha dormido a pierna suelta, ha soñado con los angelitos, con el alma acunada por el balanceo de una alegría renovada como un rito de Fe y sangre. De orgullo y carantoña. Este vecino, tan entrado años, paso a paso, hace camino al rachear de sus pies. Aún así el andar no pierde comba. Menudo de estatura, encorvado de espalda, la memoria algo desvencijada, las manos nervudas, la nariz aguileña, la calvicie antigua, las cejas como golondrinas que sobrevuelan el vacío de su viudez. Viste una guayabera clara de cuando entonces: el pañuelo verde esperanza asomando por el bolsillo de una coquetería que todavía conserva. Viene sin embargo perfumado por su olor a colonia de siempre. Hoy se ha maqueado más que nunca. Al menos más que los últimos meses de verano. Como un ruiseñor que anima con su voz cascada. Que sonríe con labios cuya comisura ha desdibujado el arsenal del tiempo. Hoy su carácter risueño se convierte por veces en risas. Hoy no siente ningún achaque físico. Ninguna avería de las emociones a menudo entristecidas por la tonalidad sepia de la decrepitud del tramo final de su existencia. Las fuerzas le flaquean pero no la fortaleza de su felicidad interior. Porque hoy, cuando Jerez se despereza, camina con su nieto Miguelito de la mano. El niño más bonito que conoció sus entrañas. Es el primer día de la vuelta al colegio y el chiquillo sólo quería que fuese su abuelo quien lo llevase a clase. Aunque para ello tuviera que levantarse mucho más temprano y tardar lo que fuese necesario en ese paseo de confidencias, en ese paseo de besos de plata como el destello de la eternidad, en ese paseo tan privilegiado que ambos, el uno y el otro, cogidos de la mano, jamás ya olvidarían.
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Gracias, Errejón