El balcón
Ignacio Martínez
Motos, se pica
El tiempo no llora lágrimas de cocodrilo. Ni tampoco ciega con engaños retroactivos al vidente. El tiempo no es una debilitación vocálica. Ni rivaliza con la sobrevenida fugacidad de la desmemoria. Las ciudades están infladas -que no hinchadas- de tiempo. Jamás por el aire volátil del olvido. La amnesia colectiva que se profesa adrede es insidiosamente oxidable. De modo que apostar doble contra sencillo a favor de la radiografía de nuestra intrahistoria nos surtirá de enseñanzas sobre todo de cara a las novísimas generaciones. Hete ahí uno de los objetivos más férreos de esta columna ‘Jerez íntimo’. Su contenido avanza divagando -en el concepto local de José María Izquierdo- por las callejuelas de esta bendita tierra y no a bordo de “siete taxis en fila, de prisa”, como escribiera Juan Ramón Jiménez en ‘Diario de un poeta recién casado’. La ciudad sintoniza con afluentes de calles que dan a la mar de su idiosincrasia. Las calles miran las hombreras de los recuerdos, como así el toro a veces cuando tiene la cara muy alta y no fija su mirada en el engaño (para sí proyectarla en este caso frente por frente al torero). Las calles no son idealistas pero sí identificativas.
En ‘La realidad y el deseo’ Luis Cernuda afirmaba que “he venido para ver las sombras/ que desde lejos me sonríen”. A este artículo que usted lee también le sonríen las sombras de la nostalgia de una calle céntrica que tanto sabe de flamenquería y de porte torero. De blanquinegras túnicas (golondrinas de incienso y Fe) de tardes de Domingos de Ramos. De inundaciones tras lluvias que marcaron época. Allí donde “el alma toca al arma de los sentidos”, por usar expresión de Francisco de Quevedo. Me refiero, hula-hula, a la calle Arcos. Quienes la conocieron al dedillo y la habitaron -a pie de portal- durante la década de los 70 del pasado siglo saben a ciencia cierta que su vía representaba un abierto centro comercial de sucesivos negocios -algunos de los cuales constituyeron emblema-. Con vecinos ya veteranos he dialogado a la pata la llana. Alguien me enumera las tiendas abiertas al público como quien canta la alineación de la delantera de los cinco magníficos del Real Zaragoza o la lista de los Reyes Godos: Ataulfo, Sigérico, Valia, Teodórico, Turismundo, Éurico…
La calle Arcos fue pródiga en comercios durante la trepidante década de los 70. Esto bien pueden confirmarlo, por ejemplo, los hijos de no pocos industriales -también comúnmente industrialistas- con negocio abierto a una clientela siempre in crescendo. La práctica totalidad de ellos ya gozan -por descanso del personal- en apacibles estancias celestiales. Empresarios autónomos e innominados de la Transición. Descorramos un telón entretejido de almanaques y subamos al escenario de aquellos entonces. Siempre el puente en lontananza. Los años 70 y la calle Arcos según sus establecimientos comerciales: a saber: El Chato, aquel bar restaurante cuya especialidad era el pescado frito; Muebles Grilo; la carbonería de los Mateos, esquina con calle Honsario, quien a su vez era propietario de
Humbert; Auto Sport Jerez; Cristalería Velo; el bar de Paco, conocido como tabanco Pachocha, con Paco Braza padre (Francisco Braza Navarro) al frente: punto de encuentro de muchos comerciantes y vecinos de la zona por su estratégica ubicación y por su sangre con tomate, costillas guisadas, lomo en manteca y el sabroso guiso de menudo.
Continuamos sin perder comba: la barbería de José Barrera, ‘el Papi’; bar Bolilla; la panadería de Salita, o sea de Manuel Sala, que destacaba por su horno antiguo y el camión de Aviación a la puerta a fin de agenciarse el pan para el cuartel, así como el reparto de su crujiente producto a domicilios de familias conocidas. Máquinas de Coser Single, Ultramarinos El clavel -y su gran variedad, y jugosos mantecados en Navidad-, en el número 19: Bar Caracol -de José Pedregosa Gálvez-, Rápido Alemán, en el número 34: taller de electricidad de Juan Luis Diánez Morón, Hostal Nova, Freidor El Gallego, Zapatería Victoriano, El Colmao -lugar emblemático donde paraban los artistas de Villamarta con gran impronta profesional del recordado Primitivo Cosgaya García-, La Moderna -café clásico al que se accedía a voluntad por una de sus tres puertas: dos a la calle Arcos y una a la calle Medina-, La Alpargatería -surtido a tutiplén de alpargatas y venta del clásico impermeable azul con boina que se estrujaba a capricho-, Sastre Andrés Sevilla -formal, meticuloso, elegante-, el celebérrimo Kiosko Rafael –“Si quieres saber de Jerez, pregunta a Rafael” era un dicho popular del Jerez de entonces-…
La Casa de Socorro, Papelería Hurtado -con Charo, Manolo y Antonio prestos a la más cercana atención-, Guise -todo en bombillas-, Tele Arcos, Flores Pepín, Electricidad Flores, Carnicería Lozano, Almacén Manolo Bejarano, Oregar -de los renombrados Orellana y Garrucho-: “Oregar, lo que conviene visitar”, rezaba su eslogan publicitario, Almacén Ultramarinos Ceballos, Bodegas Corrales, Vulcanizados Coro… Los almacenes de la aduana -para vender a granel garbanzos, habichuelas…-. En el número 11: Bar Benicio -de Juan Benicio Copano-. En el número 15: la droguería de Miguel Álvarez Cordero. ¿Quién osa ahora negar que la calle Arcos no rebosó vida cuando los jerezanos caminaban con botas de siete leguas y pantalones de campana?
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