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Antonio Aguilar Cala es, por encima de cualquier otra posible reseña descriptiva, una buena persona. Martín Descalzo decía que el hombre generador de buenas noticias cotidianas, por anónimo, no suele salir en los periódicos, esto es, ocupa titulares aquel que muerde a un perro pero nunca ese otro que lo saca a pasear a diario. Esta columna periodística procurará también -café o copa de por medio- dar cabida a esta tipología de ciudadanos que indistintamente merecen -de cuando en vez- ocupar espacio en el papel prensa. Procedamos, pues. Vino al mundo Antonio el 2 de julio de 1963 en la castiza calle San Onofre, plena imantación racial del barrio de Santiago. Sin embargo, y pese a ello, confiesa que no ha sacado nada del arte intrínseco de la flamenquería del lugar: ni sabe cantar ni tocar las palmas. Hijo de Juan Aguilar Castellano -encargado de finca- y Antonia Cala Berraquero -labores del hogar-. Es el cuarto de seis hermanos que nacieron por este orden: Mercedes, Pepi, Juan M., Antonio, María del Carmen y Miguel Ángel. Padre de dos hijos, a los que adora: Antonio y Miguel Ángel. Y abuelo de Miguel Ángel y Aitana, “ambos me tienen loco de alegría”. La infancia de Antonio transcurre según los dictados marcados por la humildad y la felicidad de la época: “No había nada de nada. Entre el colegio y el campo, donde trabajaba mi padre. Cursé la básica en Sanlúcar, en el colegio Hermanos Maristas, en Bonanza. FP en Campano, en el colegio salesiano. Allí estudié Mecánico Tornero. Me curtió mucho y me abrió horizonte. Y los consejos que nos daban. Me han servido muchísimo. Don Antonio Prieto nos recalcaba que daba igual aquello que fuéramos, pero siempre había que ser los mejores. No trabajar por trabajar. Todo tiene sus valores”.
Como pasaba la mayor parte del tiempo en el campo donde trabaja su progenitor, Antonio evoca con especial ilusión cuando los Reyes Magos traían un balón de fútbol. El juego encontraba el mejor acomodo. Época en la que disfrutaba de lo lindo viendo Bonanza en televisión. O ‘Furia’. Finaliza los estudios y comienza a trabajar pero enseguida se le cruza el servicio militar. Corre entonces el año 1982. En Cáceres hace el CIR -centros de instrucción de reclutas- y acto seguido encara su destino en Canilleja, Madrid, concretamente en Vicálvaro, cuartel de Regimiento de Automovilismo. Confiesa que la mili tan sólo le sirvió para perder el tiempo. Recuerda que “la droga estaba a la orden del día: no caí en nada, gracias a Dios, pero vi caer a mucha gente. Después me coloqué en un taller de reparaciones de motores y bombas de agua, en la Arboledilla. Posteriormente de electricista con una empresa. Y más tarde en una empresa que era de servicios: tocábamos la albañilería, fontanería, etcétera, durante doce años. Y ya en el año 97 o 98 decidí montar mi empresa: ANMI, nombre que une las primeras sílabas de Antonio y Miguel Ángel. Desde el principio fue bien. Empecé en octubre con dos operarios y en diciembre, en la comida de Navidad, habíamos ya diecisiete. He llegado a tener treinta y seis operarios. Pero ya me tenía que dedicar a una escala mayor y decidí que no. La empresa, hoy, se mantiene a todo gas, ofreciendo un servicio de primera, con ocho o diez personas”.
Antonio echa horas y deshoras en ANMI. Su mejor marketing es el diferido de los clientes, es decir, el boca-oreja. La atención al cliente es personalizada por parte de Antonio. El seguimiento, diario. “Una vez o dos aparezco al día por la obra -indica-. Quiero que el cliente siempre esté satisfecho al cien por cien. Se siguen sus indicaciones. Todos los trabajadores imprimen marca de la casa”. La condición cofrade de Antonio nace desde pequeño: “Me recuerdo viendo los pasos por la zona del Arroyo porque mis tías vivían muy cerca de allí. Entonces había más respeto y más silencio a la hora de pasar los pasos. El respeto a los nazarenos y a los pasos era impresionarte. No es el de hoy. Entré en la Candelaria, ayudando al grupo joven. Llego por unos amigos, entre los que se encontraba Domingo Gil. Me impliqué absolutamente Después fui elegido hermano mayor directamente, dos legislaturas de cuatro años”. Fue una época muy fructífera para la corporación de la Plata. Sucedió en el cargo a David Calvo y fue relevado por Manolo Pina. Antonio se entregó a fondo. “Durante mis años de hermano mayor el apoyo del matrimonio fue muy importante”, puntualiza.
Al respecto de cuál debe ser la principal virtud de un hermano mayor, no duda: “Tener mano izquierda, dejar trabajar a la gente que llevas contigo desde el principio en tu equipo. Escucharlos. Ser servicial”. Dedica emocionada mención a su llorado teniente hermano mayor José Manuel González ‘el Guardia’: “Fue un palo muy grande para nosotros y muy especialmente para mí. Al ‘Guardia’ había que conocerlo. Como persona era una maravilla. Y cuando le salía la vena de guardia… échate a un lado. Tenía mucha calle. Sabía torear a las personas y también ponerlas en su sitio. No hay día que haya tres cofrades de la Candelaria hablando y no salga a colación el Guardia en la conversación”. Apuramos los últimos sorbos de este café con el bueno de Antonio en la certeza de un diálogo henchido de humildad, de pureza, de autenticidad.
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