La Rayuela
Lola Quero
Nadal ya no es de este tiempo
Erre que erre una eterna cuestión persiste desde las postrimerías de la Edad de Oro. Interrogante en marfil que acosa al hombre: léase: ¿dónde comienza lo real y dónde finaliza lo aparente? ¿A quién asistía mayor razón: al ingenioso hidalgo don Quijote o al mofletudo Sancho Panza? ¡Averígüelo, Vargas! La respuesta no puede dar una de cal y otra de arena. Ni pecar de tibieza, como los ángeles neutros. La solución viene de arriba abajo. Y no como descensus ad inferos. Sino todo lo contrario: Gabriel Ramos cantaría que desciende como en el Aposento Alto. Se trata -Deo gratias- del Amor. No existe fuerza motriz parangonable para el cristiano. Si el movimiento se demuestra andando; el amor, sólo amando. Amar a Dios y amarás al prójimo como a ti mismo. Sólo el amor entre iguales difumina la quijotesca y sanchopancesca línea divisoria entre la realidad y la ficción. San Juan de la Cruz - quien instrumentalizó la palabra para balbucear lo inefable- exaltó cómo “el alma que anda en el amor ni cansa ni se cansa”. Dondequiera que oigamos aquello de que el amor no presume ni se engríe -san Pablo a los Corintios- allí advertiremos la afirmación -Non vult hoc iste…- de san Agustín: la medida del amor es el amor sin medida. Amor silente, amor sedante. “Amor casi de un vuelo me ha encumbrado/ adonde no llegó ni el pensamiento”, poetizaría fray Luis de León. El amor no pone coto ni reconoce límites. Aquella exclamación de Tertuliano: “¡Mirad cómo se aman! ¡Mirad cómo están dispuestos a morir el uno por el otro!”.
El amor entre hermanos no permite el bosquejo de una antología. O es obra completa o impostura. César o nada. Apuesta, entre leales, a carta cabal. Sin medias tintas. Siempre a piñón fijo, nunca a trancas y barrancas. El amor anda al quite, no tienta la morriña, tampoco gravita sobre ascuas, nunca se traga a pies juntillas los ocho cuartos de los cuentos chinos propalados por los voceros apócrifos. El amor no se entristece pues ello significaría pillar una llorera del demonio. El amor es contento. El Papa Francisco apostilla que “si permitimos que el Señor nos haga salir de nuestro caparazón y cambiemos nuestras vidas, entonces podremos darnos cuenta de lo que san Pablo pedía”, esto es: “Estén siempre alegres en el Señor, repito: alegrémonos” (Gaudete et exsultate, 122). El amor, sí, como forma de conocimiento más allá de lo racional. Pura reflexión filosófico-teológica de san Buenaventura. Pues bien: amor a raudales, precisamente cuando la vida pintaba bastos en aquel cruento año de 1793, derramaría -por la canaleta de su músculo cordial- la jovencísima -a punto de cumplir veinte años de edad- Glady. Hasta tan infernal instante, esta muchacha de Lyon había vivido desahogadamente en el seno de una familia de holgura económica dedicada por entero al comercio de la seda. Glady era decidida y proactiva, resuelta y práctica, segunda de siete hermanos, a los que adora y sobre quienes, con arreglo
a su carácter serio y bondadoso, posee cierto ascendiente. Sintió desde su niñez una inclinación incontinenti por cultivar la solidaridad y ejercer la caridad para con el prójimo…
Pero aquel fatídico día del 5 de enero de 1794 siguió, prácticamente a hurtadillas, mirando de soslayo el acecho del peligro, a la cola de jóvenes franceses que enseguida serían ajusticiados bajo el yugo execrable de la contienda revolucionaria. Entre ellos se encontraban sus hermanos Luis y Francisco Thévenet (quienes, abocados a las circunstancias de la rebelión, de la resistencia, empuñaron las armas contra los jacobinos en defensa de su ciudad natal). Semanas antes Glady, es decir, Claudina, se echó la manta del bien a la cabeza para colarse de rondón en el presidio efímero del ayuntamiento de Lyon, a menudo disfrazada aun a riesgo de ser descubierta, y visitar y aliviar la travesía de sus amados hermanos, presos bajo la sentencia de sus propios días contados. Sí, el 5 de enero Claudina se hace peregrina del cortejo de los condenados a muerte. Para presenciar cómo Luis y Francisco son ejecutados y acto seguido apaleados por la turbamulta. Esta escena provocó todo un desgarro de dolor en su fuero interno cuya conmoción empero no afianzó sino definitivamente su Fe inquebrantable, su apuesta por el amor sin concesiones y, last but not least, su adhesión al cultivo del perdón…
En la última carta que sus hermanos asesinados escribieron a Claudina, antes del fatídico desenlace, la fundadora de la congregación Jesús-María pudo leer: “Perdona, Glady, como nosotros perdonamos”. ¿Cabe mayor grandeza entre hermanos? Claudina, santa Claudina, que ofreció su vida al cuidado y educación de niños sin posibles y a la transmisión del perdón, como así señala la profesora Irene Stephen: “Por medio de su perdón heroico y fuerte, Claudina decidió abandonar el resentimiento, el rencor y la amargura. Cuando las personas se sienten heridas, lo habitual es mantener la ira o el enfado personal, el resentimiento, pero tienen la opción de abrazar el perdón y así sanar la vida”. Sumido en todos estos pensamientos anduve el pasado viernes tarde, mientras participaba de la mano de mis hijos en la procesión de la santa titular del colegio de ambos, Jesús-María el Cuco, como emocionante colofón de este conmemorativo año del 75 aniversario de tan destacado centro educativo de nuestra ciudad de Jerez.
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