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Forillo negro durante la práctica totalidad de la obra. La utilería, modesta. El atrezo tendente al minimalismo. Que ningún mobiliario adquiera mayor protagonismo del estrictamente necesario. La atención de masas precisa focalización. No distracción. Aquí el arte mete en cintura a quienes sientan las posaderas en las localidades. Coexiste una abisal compenetración a través de la cuarta pared. El escenario no admite la pantalla doble. La decoración de un hogar antaño vitalista hoy se permuta en potencialidad -a veces crepuscular- de memoria que mengua o en cambios del estado de ánimo que -de modo gradual- avanza a pasos agigantados. El apuntador -etéreo- es el reflejo de la realidad. Porque esta obra sí está basada -al dedillo, paso a paso, sorbo a sorbo- en hechos reales. Todo sucede entre las bambalinas de una familia anónima e innominada. Como así ocurre, intramuros, a miles de españoles. A millones de europeos. A sabrá usted cuántas personas que pueblan el Planeta Tierra. Ahora nos encontramos en un aforo localizado. Las baterías de las líneas de luces proyectan un estratégico juego de penumbras, de claroscuros, de altibajos lumínicos como trasunto de los picos emocionales cuya intensidad -como un obús de realidad, como un zarandeo terapéutico, como una determinista llamada de atención- recibe el público. No ha escaseado -público me refiero- sino todo lo contrario en las numerosas representaciones que esta propuesta teatral viene desarrollando por los escenarios de todo el suelo patrio. Quien esto escribe -nunca es tarde si la dicha es buena- pudo disfrutarla en Sevilla hace tres semanas. El Cerro del Águila y el apellido Távora se fundieron en un mismo haz (sin envés). Me refiero al impacto escénico de ‘En el baúl de mis recuerdos’, escrita por el cómico -en el sentido pluridimensional que Fernando Fernán Gómez otorgó a dicha profesión y a tamaña vocación- y actor y cantante jerezano Manolo Medina y protagonizada por un trío de ases -alados- en estado de gracia: Melu Raigada -señoritas primero-, Miguel Caiceo -tocado por la yema de los dedos de los ángeles de la inspiración/interpretación- y el citado autor -polifacético donde los haya- Manolo Medina.
Querer y poder, hermanos vienen a ser: así reza el refranero español que viene como anillo al dedo. ‘En el baúl de mis recuerdos’ logra -sin descanso- que nos riamos a mandíbula batiente y lloremos a moco tendido. Como la gigantesca propuesta melodramática que es. Nada brota impostado en los fluidos diálogos que la alimentan. Los actores embocan el tipo y enseguida entran en el favor de los espectadores. Los primeros planos rezuman autenticidad. ‘En el baúl de mis recuerdos’ ejerce su potente función social: enseñanza urbi et orbi y servicio impagable a los ciudadanos. Y digo impagable porque su aleccionamiento, su lección de humanidad, no tiene precio. El Alzheimer se configura como el personaje -subyacente, omnipresente- principal. A él se le rinde homenaje, tratamiento, mimo y comprensión. Desde el pragmatismo de una moraleja de cuento entrañable capaz de levantar los vellos del sentimiento más glacial y poner los pelos de punta tanto a quienes conviven en casa propia o ajena con el día a día de esta vigente demencia o a aquellos otros que, sin haberla tratado o avistado siquiera de lejos, reciben un muestrario informativo en el tú a tú de este ciclón de sensibilidad a través de la mágica clase magistral del teatro como género siempre imperecedero. Sí, en el caso que nos ocupa el teatro es una herramienta, un cordón umbilical, para aleccionarnos en torno al Alzheimer. El papel interpretado por Miguel Caiceo turba y emblandece hasta límites de tiritones del corazón. Caiceo recibe a puerta gayola el personaje de Pedro y dedica medias verónicas al tendido con sus virtudes actorales para la tragicomedia siempre penetrante y lindante a la más cruda y desestabilizadora verosimilitud. Caiceo, en el papel del enfermo de Alzheimer Pedro, es un alma noble y a su vez un padrazo de/para sus hijos Chelo -Melu- y Manolo. Precisamente Manolo Medina traslada a las tablas las propias vivencias personales con el Alzheimer que padeciera su padre. Habla -y hace hablar a sus compañeros de reparto-, por ende, con nacimiento de causa.
‘En el baúl de mis recuerdos’ parece delineada por un comité de expertos profesionales de nuestra laureada Sanidad. No sólo por los consejos que esgrime sino por el mensaje de fondo: el humor es un valioso vehículo, ardid -jamás una treta-, para las personas con Alzheimer. Expertos en la materia aseguran que compartir situaciones coronadas por el humor presenta múltiples beneficios para la salud. Por esta razón el clímax de la obra teatral no se reserva para el final -aunque éste mezcle lágrimas y chiribitas en nuestra retina- sino encarne una constante desde que se abren las cortinas hasta que se echa el telón. Mientras tanto, en le decurso de la escena, todo un derroche de conversaciones crepitantes, de moral de alto calado y voces que cantan (espléndida Melu) como seres elegidos en el Parnaso de los justos. Socialización de gente sencilla con patente de corso para cambiar el mundo y transformar, a golpe de arte, la sociedad. ‘En el baúl de mis recuerdos’ o el rol del cuidador del enfermo de Alzheimer. Sirva esta columna periodística como prolongación de los atronadores aplausos cuyos ecos de agradecimiento aún siguen resonando en el gozo inmaterial de la ciudad de Sevilla.
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