Juan Alfonso Romero
Voz adelanta al PSOE en Jerez
De pequeña era despierta, como espuma en la bajamar. Parlanchina en su mejor acepción, como el monólogo interior de toda sonorizada inocencia. Diligente, como el argumento en la estilográfica temprana de Jorge Guillén: “¡Tú, ventana a lo diáfano!”.
Una niña observadora, con ojos de menta, con párpados de inmediatez, con aptitud para el análisis, capaz de deslindar el dislate de la coherencia. Leía de modo impenitente. Un libro, otro más. Mas no callaba. Hablando cada dos por tres. Para aprender y aprehender. Existir -coexistir- en los demás. Necesitaba Lala -como sangre que irriga vida, siendo tan cría- cultivar la célebre premisa vital de Nietzsche que también latía en el alma mesiánica de Camarón de la Isla: “Di tu palabra… y rómpete”. De pura sinceridad.
Lala ya entonces respiraba a través del acto comunicacional. Si la compañía alguna vez la pillaba a trasmano, entonces establecía diálogos confidentes con su íntima amiga Rosaura, aquella muñeca de cuya cabeza crecían unas trenzas de asombro. Con Rosaura se confesó tropecientas veces. Su imaginación volaba tan alto que, frente a la televisión, soñaba con ‘La cometa blanca’ -pese a que siempre se quedara dormida antes del término de la emisión de aquel programa de pegadiza sintonía de cabecera: “Se sube hasta al cielo, se baja hasta el suelo, sí, la cometa; se sube a la nube, se baja y se sube, sí, la cometa…”-.
Solía embelesarse ante la belleza de la Virgen de la Estrella. Y quizá pronto cuajara en su pensamiento, junto a la maternal mirada “más bonita del patio de San José”, aquellos versos de Federico García Lorca: “Tengo miedo de perder la maravilla/ de tus ojos de estatua, y el acento/ que de noche me pone en la mejilla/ la solitaria rosa de tu aliento”.
Lala estaba predestinada a la docencia. Con escasos años de edad no cesaría de llorar a moco tendido en tanto anhelaba “ir al colegio” como así ya a diario Regla y Luis, sus hermanos mayores. Quizá entonces, párvula, estaba ahíta de aulas que aún sostenían el columpio de la espera, de pupitres que no llegaban y, como Luis Rosales en sus versos, se sintiera “como naufrago metódico que contase las olas (…), donde el latido del corazón tenía las mismas letras que la palabra hermano”.
Lala Prieto disfrutó de una infancia abrazada a su ancho concepto de la familia. Por esta razón ahora mantiene la espartana naturaleza de madraza volcada con sus hijos -pero no hiperprotectora-. Quiso -y sigue amando in infinitum- a sus padres. Lo hace impregnada de cuerda locura. Con sus progenitores siempre selló un pacto de urdimbre indestructible e infranqueable: un mismo haz sin envés: misma materia, misma emoción: comprensión a la recíproca: ¡y es que Ana Enríquez Alcántara y Luis Prieto Becerra -ambos en un edén de nubes de algodón donde el dolor y el olvido brillan por su ausencia- fueron dos seres muy especiales!
Lala ha heredado de su padre el carácter y el gusto por las letras. Y, de su madre, el físico y aficiones como los toros o la defensa/vivencia de la Feria del Caballo. Además de una sempiterna colección de secretos que entre ellas quedan.
Enseguida supo detectar Lala Prieto la quintaesencia de las hermandades: las relaciones personales y los gestos humanos. No hablamos de un código de conducta subversivo -ni de un mimetismo contra natura- sino de una peregrinación hacia el precepto liberador de la ética que debe prevalecer entre cofrades: amar al prójimo como a uno mismo. No se pierde en la hojarasca. Detesta el protagonismo omnímodo. Huye de manidos convencionalismos pasados de rosca.
Lucha a brazo partido contra residuales actitudes machistas que todavía -¡ay!- colean en según qué y según quién. Sabe a ciencia cierta que ha llegado la hora de la mujer en las cofradías. Ellas empuñan el pomo de la puerta que nos abre a la modernidad. Lala Prieto -impulsiva, inteligente, perseverante- imanta y estimula su orgullo de pertenencia a la Hermandad de Jesús Nazareno y a la reconocida capacidad de acogida de los cofrades de Cristina.
Ella enseguida supo -como nadie- la entrada que tuvo el rey de los cielos en Jerusalén. Posiblemente sin ser consciente del todo, el abogado y cofrade de la Amargura -¡bendita rama la que al tronco sale!- Álvaro Cosano tuvo mucha culpa del comienzo de Lala Prieto en los atriles cofradieros.
La sensibilidad de Lala abrió un paréntesis, un considerable ínterin, en el quehacer pregonero tras el fallecimiento de su madre. Hete aquí la pureza de los sentimientos. Y un homenaje implícito con envergadura de luto. Para, entrecomillando a Manuel Altolaguirre, decirle a su mamá: “Yo también pienso en mí cuando te sueño y robo al tiempo todas mis edades para poblar mis íntimas moradas”. No obstante, expirado el tiempo a su vez balsámico, fue llegar el Pregón del Nazareno y besar el santo. Y la vuelta a las andadas. Y el acierto rotundo del Consejo de la Unión de Hermandades.
Pasado mañana Lala Prieto, arriba de las tablas del Villamarta, posará sus manos sobre el atril de madera de la Hermandad de las Cinco Llagas. Para -eso siempre- decir su palabra y romperse. Como el aire de la nostalgia en el cimbreo de una palma cada tarde noche del Domingo de Ramos…
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