La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Gafas de cerca
En el fútbol profesional se da un fenómeno típico de asimetría: una falta de equilibrio entre los agentes del ramo, pura desigualdad económica. Hay dos grupos que compiten en ligas disjuntas: los que tienen palanca para fichar a lo mejor de cada casa y tienen una sala de trofeos atestada, y la dulce tropa de clubes que ostentan unas cuantas glorias históricas junto a enormes copas de torneos de verano, que ya no existen, pero que fueron una bella manifestación del balompié en forma de cuadrangulares, que podían hacer que el David C.F. golpeara con su onda a los Goliaths F.C., en aquellos agostos en los que la televisión era de otra era. El Carranza, el Colombino, el Teresa Herrera, el Ciudad de Sevilla o el Gamper eran objeto de gran pasión estival.
Los grandes fichaban y fichan a estrellas como Di Stéfano, Cruyff, Maradona, Cristiano o Messi, cuyos contratos no estaban al alcance del resto de equipos, no sólo de los llamados modestos, sino de los remedos provincianos que aspiran a ser señores, sin nunca acabar de serlo. Siempre hubo otros que prescindían de la exigencia de gloria, al modo en que los pioneros ingleses desprecian la emulación de los poderosos, e iban al estadio o escuchaban el transistor paseando con su señora en un tristón domingo por la tarde. En ese segmento estaban -y están- los que ostentan una tropa leal que no suele pitar a sus canteranos y, en general, a sus jugadores. El cariño a los colores se parece al que se tiene por una madre, esté sana o malita: incondicional, aunque pierda. Gente que vuelve a su casa desde su otra casa de graderío sin un ápice de odio hacia los suyos en la derrota. Excepción hecha de la gentuza.
Este artículo querría reivindicar la figura de Joaquín, un legendario futbolista, aun sin haber ganado la Liga o La Copa de Europa. Los grandes roban a los niños criados en las canteras periféricas: así, cualquiera. Los niños, contentos y ricos; los aficionados que los vieron hacerse peloteros buenos, también satisfechos, tras el mal rato inicial. Él volvió, y cómo. Que Joaquín sea simpático en la tele no es más que un trasunto de la forma natural de ser del portuense. Si a alguien su actitud franca no gusta, bien puede optar por apreciar su calidad dentro de la cancha, en el banquillo y -sobre todo- en el vestuario; qué gran extremo y capitán. Y más que eso, su inconmensurable evolución, hasta llegar a descomponer a la Roma el otro día... con 41 añazos. Viva él, viva su madre, y viva su capacidad de ser querido por millones de personas, ahora en la tele también.
También te puede interesar
La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Paisaje urbano
Eduardo Osborne
Memoria de Auschwitz
La colmena
Magdalena Trillo
Gracias, Errejón