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Oceanógrafos de todo el mundo afirman que nuestros océanos se están calentando a un ritmo imprevisto, pero yo tengo un conocido que dice que este verano él ha ido otra vez a la costa de Murcia y que el agua estaba “como siempre”. Los climatólogos más reputados hablan de un cambio climático de alcance planetario, cuya expresión material más irrefutable es la reducción del hielo en los polos, pero yo tengo un vecino que dice que el invierno pasado él “tuvo el mismo frío de siempre”. Científicos y científicas de todo el planeta fundamentan sus conclusiones en la recogida de miles de muestras en lugares distintos, durante decenas de años, cruzando sus datos con las variables externas, comprobando y recomprobando, y comparando con series históricas que a veces alcanzan ya más de un siglo. Da lo mismo: años de arduo trabajo desaparecen de un plumazo ante percepciones individuales y subjetivas adquiridas en momentos puntuales o, sencillamente, porque reconocer o no una evidencia científica –como el cambio climático o el calentamiento terrestre– se ha convertido, por arte de birlibirloque, en una cuestión ideológica, en algo que divide el mundo en progres, mucho más progres, menos progres y nada progres en absoluto. Como si, de repente, también los termómetros, el CO2, las bicicletas y las placas solares estuvieran afiliadas a un partido.
En realidad, tras la primera cascarilla de este negacionismo de pacotilla, también se esconden los grandes intereses económicos: negando el deterioro del planeta, se ahorran muchas inversiones y se sigue ganando dinero a espuertas “como si no hubiera un mañana”. Qué literal. Seguramente, este negacionismo que hoy inunda las redes sociales, se asienta en los programas políticos y se infiltra en los debates parlamentarios, empezará a cambiar en cuanto los efectos del problema comiencen a desinflar algunos bolsillos. Nos tocará, quizás, esperar a que las grandes compañías pesqueras se den cuenta de que más de una especie marina se traslada incrementando los costes de extracción; a que las cadenas turísticas se den cuenta de que un alga desconocida forma montones pestilentes delante de sus playas o de que los temporales o las olas de calor han espantado a los turistas arruinando una temporada que se preveía estupenda; a que los agricultores que ahora niegan las evidencias científicas vean cómo su cosecha se resiente, un año tras otro, por un granizo a destiempo, una sequía persistente, una DANA arrasadora, el agotamiento del acuífero o las temperaturas extremas; a que los propietarios de las estaciones de esquí vean disminuir sus beneficios fabricando nieve artificial en febrero en la cumbre de los Alpes…
No es nada nuevo: la evidencia científica siempre ha tardado en ser aceptada a lo largo de la Historia porque resulta muy, pero que muy molesta. Cuando esta se acepte, vendrán las prisas… Y lo peor de todo esto es que entonces lo más probable es que ya sea muy, pero que muy tarde.
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Gracias, Errejón