Carlos Colón

Luz que se viste de noche

La ciudad y los días

No reduzcáis los muertos a sus muertes, ordena la Esperanza, como si su final borrara cuanto han sido

02 de noviembre 2023 - 00:00

Ya está de luto la que alivia todos los lutos. Ya viste de negro la que derrota negruras y madrugadas. Se violenta por nosotros, luz que se viste de noche para vencer a la noche. La que no tolera el luto para ella, la que exige para sus mantos el alegre verde popular o el elegante verde apagado del tisú, se enluta con cariñosa modestia por nosotros, por nuestros difuntos cuyas almas –divina partera– cogió con sus manos así que exhalaron su último suspiro, por nuestras soledades que ella colma con su presencia, por los adioses que ella convierte en reencuentros. Nunca se oye más alta la voz de San Pablo –“¿Dónde, muerte, tu aguijón? ¿Dónde, sepulcro, tu victoria?”– que ante la Virgen de la Esperanza. Por eso, no por su belleza única, no por su ajuar incomparable de bordados, orfebrerías y músicas, no por la natural elegancia popular con la que se da a Sevilla cada Madrugada y cada mañana de Viernes Santo, es quien es. La única. La incomparable. La Macarena.

Ayer y hoy son dos de sus días grandes. Porque lo que en ella buscamos y ella siempre nos da es lo que celebramos: la comunión de todos los fieles cristianos, los que peregrinan en la tierra, los que se purifican después de muertos y los que gozan de la bienaventuranza. La conmemoración de todos los santos anónimos y de todos los fieles difuntos, los recordados y los olvidados. La muerte no tiene la última palabra, la tiene Dios, nos dice la Esperanza con sus ojos que son balcones del cielo a través de los que, como escribió San Agustín, aquellos que nos han dejado tienen sus ojos, llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas.

No reduzcáis los muertos a sus muertes, ordena la Esperanza, como si su final borrara cuanto han sido, han amado, han gozado; y no dudéis que hoy y ahora viven. Ante ella, ¿quién puede dudarlo? Después, al alejarnos de su presencia, porque somos humanos, porque hay heridas que nunca se cierran, porque hay soledades que oprimen intolerablemente, quizás dudemos. Por eso volvemos una y otra a vez a su presencia, por eso nos cuesta tanto arrancarnos de su cara en su besamanos, por eso es tan difícil dejarla cuando se aleja en su paso, y remontamos bullas, y callejeamos, buscándola para volver a sentir lo que solo ante ella se siente: ese no dudar, ese saber con la certeza de lo que ve, esa luz dentro del alma a la que en Sevilla llamamos Esperanza Macarena.

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