Marco Antonio Velo
En la prematura muerte del jerezano Lucas Lorente (I)
El yudoca argelino Fethi Nourine ha renunciado a participar en los Juegos Olímpicos de Tokio para evitar encontrarse en la segunda ronda de la competición con el israelí Tohar Butbul. "No hemos tenido suerte con el sorteo. Nos tocó un rival israelí y por esto tuvimos que retirarnos", ha declarado su entrenador a los medios. No es la primera vez que Nourine abandona para esquivar el enfrentamiento con Butbul -y de paso, una más que probable derrota humillante para la causa palestina-. La UEFA también excluyó a Israel como sede de la recién celebrada Euro 2020 después de que diversos grupos propalestinos se lo exigieran, alegando que incluir a Jerusalén entre las 13 ciudades elegidas contribuiría a blanquear los crímenes del sionismo. Antes, el régimen iraní sancionó a dos futbolistas por haberse enfrentado con su equipo, el Panionios griego, al Maccabi de Tel Aviv y una ajedrecista norteafricana se negó a participar en un torneo sueco que admitía -gajes del fair play- a jugadores hebreos. Son algunos de los muchos ejemplos de discriminación sufridos por los representantes israelíes en el ámbito del deporte. Pero el boicot se extiende también al ámbito político, económico y cultural. Hasta de Eurovisión quieren echarlos porque, según BDS, la vieja Sión no respeta los derechos humanos, lo que será cierto en algunos casos, pero no conviene olvidar que el primer transexual de la historia del famoso concurso fue israelí y que los gays palestinos tienen que marcharse al país vecino para casarse, adoptar y evitar morir colgados por los fundamentalistas de Hamas.
Cuenta Amos Oz en su librito Contra el fanatismo que cuando su padre era niño en Polonia, las calles europeas estaban cubiertas de pintadas como "¡Malditos judíos, a Palestina!" y que cuando su padre volvió a Europa, 50 años después, las paredes estaban cubiertas de carteles con la leyenda "¡Malditos judíos, fuera de Palestina!". Cierta derecha y buena parte de la izquierda continentales parecen suspirar por los tiempos en que las chimeneas de los lager funcionaban a todo trapo; no creo que llegue a tanto Antonio Gala, quien, sin embargo, declaró en una ocasión, que no le extrañaba nada que a los judíos los echasen de todas partes. Parece como si el escritor cordobés no quisiera morirse sin disfrutar antes de una nueva diáspora. Es evidente que, en el enquistado conflicto medioriental, los occidentales, en nuestro peor momento en cuanto a liderazgo moral, sólo contribuimos a embarrar un poco más el campo.
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