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Marco Antonio Velo
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Todo espíritu profundo necesita una máscara", afirmaba Nietzsche. Esa idea, que expresa bien nuestra esencial incapacidad para contemplarnos descarnadamente, el horror que nos produce la conciencia de lo que en realidad somos, sirve, incluso, para encontrarle sentido a la mayoría de nuestros actos. Nos pasamos la vida disfrazándonos, intentando disimular el miedo, la confusión, las dudas, cuantas flaquezas creemos anómalas, excepcionales, inexistentes en el alma de los demás. Busca cada cual un ropaje cómodo, un personaje que oculte a la persona y finja armonía en este caos de sentimientos anárquicos.
No criticaré una conducta tan humana. Sin embargo, sí me atreveré a prevenirles sobre algunos riesgos que entiendo comprometen la ingenuidad del engaño. Se refiere el primero a la pérdida de la propia identidad, diluida en el falso argumento que el pánico inventa. Es mal que arraiga fácilmente en biografías brillantes. El poder, la gloria, la riqueza, la fama, alejan poco a poco de esa digna pequeñez que nos define, iguala y engrandece. Su principal síntoma, la soberbia, convierte a quien la sufre en un espectro tragicómico que ya no logra distinguirse entre las múltiples imágenes que reflejan sus vanidosos espejos. Cabe idéntico desvarío en peripecias tristes, aunque la melancolía suele anublar menos la tímida luz a la que llamamos cordura.
Consiste el segundo en negar legitimidad a los otros para el recurso. Paradójicamente nos escandaliza la hipocresía, decimos admirar los corazones francos y hurgamos sin escrúpulo en los disfraces ajenos. Nos encanta descubrir cualquier verdad que no sea la nuestra, las fábulas en las que el prójimo sobrevive, sus imprescindibles mentiras. Reconozco que me desconcierta tal actitud. Alrededor de esa extraña curiosidad prospera hoy un inmenso negocio que se afana en ofrecernos, negro sobre rosa, la desnudez de sus víctimas.
El último concierne a la correcta comprensión de uno mismo. Las máscaras difuminan las aristas de un "yo" penosamente imperfecto; pero jamás lo sustituyen. Éste permanece ahí, a la espera de un cambio que no se agote en la simple apariencia. Enemigo tenaz, por mucho que lo engalanes con virtudes prestadas nunca dejará de interrogarte. Se equivocan, pues, quienes extreman el artificio y lo imaginan vencido. Y, si se fijan, sería dramático reparar en el error sólo cuando, ya tarde, caiga el telón, se apaguen los focos y la función termine.
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