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Su propio afán
ABEL Feu y yo concebimos un negocio infalible. Para esos regalos que los novios hacen ahora a los invitados a la boda, ofrecerles la edición de unos cuadernillos con su historia de amor, editados con gusto (el de Abel). Nos reuniríamos con los contrayentes, escucharíamos su historia con enorme atención y la contaríamos con gracia en unas páginas. Estábamos convencidos del éxito, porque no hay historia de amor que no sea preciosa y, a poco que se profundice, honda. También porque antes lo hizo Fernando Iwasaki, que nos dio la idea, como regalo de bodas a unos amigos, y el resultado fue una delicia.
Luego no lo hicimos. Lo he recordado pensando, como pienso sin parar, en las víctimas del coronavirus. Hablan políticos y periódicos de cifras y puede pasar que un número brutal de fallecidos se reciba como una buena noticia porque son unos pocos menos que el día anterior.
Por supuesto, eso se entiende. Los tantos por ciento tiene su función en esta crisis. Pero es fundamental no olvidarse de un solo nombre propio, ni de ninguna historia. Y aquí es donde he recordado aquel proyecto que no hicimos.
¿No sería justo escribir, tras hablar con los familiares y amigos de cada fallecido, una semblanza de su vida? “Por donde quiera que va, el hombre lleva consigo su novela”, decía Galdós, y seguro que todas esas vidas, bien contadas, tendrían un enorme interés narrativo, además de hacer, juntas, el gran retrato de la España contemporánea, una auténtica memoria histórica, una epopeya democrática. Tampoco olvida uno estos días a Jorge Manrique, que en sus Coplas a la muerte de su padre se enfrentó a la muerte por tierra, mar y aire. La sitió con la doctrina de las tres vidas: la supervivencia en los hijos o por la sangre, la pervivencia por la fama o en el recuerdo de los hombres y la salvación en la vida eternal, como él dice y creo.
El autosatisfecho Estado del Bienestar no ha podido evitar tantísimas muertes, y está fuera de su alcance la salud del alma, que ésa sólo es de Dios; pero sí podría y debería hacer mucho más por la vida de la fama de los fallecidos. Naturalmente, el luto oficial, que está tardando demasiado, y un monumento público; pero quizá en los periódicos o incluso en un libro se podría sufragar una semblanza literaria de las vidas de aquellos fallecidos que sus familiares quisieran recordar también de ese modo, y el nombre y los apellidos de todos y cada uno.
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Gracias, Errejón