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Cuando Julián fue joven, ya tenía comportamientos de anciano prudente. Es en lo único en que fue un adelantado. Por lo demás este modélico hijo y nieto de familia “de bien”, siempre se ciñó a las reglas imperantes y se preparó con ahínco para ocupar el papel predominante en la sociedad que por tradición le correspondía. Fue a los mejores colegios; a una prestigiosa Universidad extranjera; despues un máster en California. A los treinta años era un alto ejecutivo de una multinacional y antes de los cuarenta fue nombrado consejero delegado de una de las grandes compañías del país. Para entonces ya tenía tres hijos a los que educaba en la sana tradición familiar de apartarles de los juegos y la fantasía, para centrarles en la espartana línea del esfuerzo, el estudio y el trabajo. Era, por supuesto, profundamente aburrido y tras su aparente frialdad escondía un ego ilimitado y una profunda visión conservadora de la vida. Se sabía parte de la élite y estaba convencido que serlo era su papel y el de sus sucesores. Decían de él que era predecible, pero sólido como una roca. Nunca se compró ni un disco, ni un cómic. Sólo leía las páginas dedicadas a la información económica y revistas de finanzas para entretenerse en los aviones. Practicaba asiduamente deporte, pero no tenía equipos preferidos; no iba al cine; ni al teatro; frecuentaba los mejores restaurantes en encuentros que siempre obedecían a razones laborales. Nada le alteraba; el poder le satisfacía y sólo creía en las leyes del mercado, que para él era la plasmación de la libertad, cuando en realidad es el campo de batalla donde se dirime quién es el más poderoso.
Luis era todo lo contrario. Soñador, imaginativo, sensible, frágil. La vida le gustaba si podía hacer cosas nuevas. Desordenado, era ocurrente, inventaba con facilidad y disfrutaba de lo nuevo. Cuando conoció a Julián se dio cuenta de que nunca se llevarían bien y que, en la batalla entre el orden y la imaginación, seguro que él sería el perdedor. El día en que Julián cesó a Luis, no le dijo las razones por las que lo hacía. Luis sintió que se trataba de algo injusto, pero ideó el modo de superarlo. Salió del oscuro despacho de Julián y sonrió. Sería feliz, que es la mejor venganza contra los infelices que nos humillan. Y lo hizo; y cada vez que se encuentran en el comedor del geriátrico que ahora comparten, Luis tararea canciones antiguas, que el silencioso Julián desconoce. Porque con el paso del tiempo sólo quedan los recuerdos de aquello que en su día nos emocionó; por lo que ambos respiran, pero sólo Luis continúa viviendo. Aunque ya, lo haga en Nebraska.
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Gracias, Errejón