La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
El mundo de ayer
Era una esfera embutida en un cubo abierto. Entrábamos, nos sentábamos en las butacas, a oscuras y en silencio, y en una pantalla imposible se desplegaba el mundo, más grande que el propio mundo, más inabarcable que la vida. Tenía cinco, seis años, tal vez menos. A esa edad todo impresiona, todo es nuevo, todo tiene acomodo en la memoria. Recuerdo poco, pero con fuerza: el mar, rodeándonos; un cohete en marcha, quemándonos las pestañas; la oscuridad, llena de estrellas amables. Recuerdo, sobre todo, un tiburón hambriento o furioso, el horror con que lo vi atacarnos en una jaula bajo el agua. Creí entonces, como creen los niños, que iba a morir. Toda imagen que conservo de esa sala, de esa esfera perfecta, es rotunda. La vida era completa a su modo. Hermosa y terrible. No lo sabía entonces y no me importaba.
Miro al pasar el solar donde se alzaba, como un templo pagano, el Omnimax. Me pregunto qué fue de todo eso. Leo que a finales de siglo cerraron sus puertas porque aquello costaba mucho más de lo que recaudaba, que sus bajos albergaron brevemente una discoteca, que tras años de abandono vendrá a llenar su vacío uno de esos organismos europeos que tanto gusta vender a los alcaldes y tan poco entiende el resto. Aquel cine insólito se trasladó a Poitiers, y no he vuelto a saber nada de él, como no se vuelve a saber nada más de tantas cosas, aunque sepamos.
Acabo de estar unas horas con mi sobrino y me sorprenden su entusiasmo, su energía. O tal vez me sorprendo de verlos y de no compartirlos, de no verlos donde una vez los vi. Vive en un país del que procedo, que yo di por hecho un día: yo estuve ahí, trepando al sofá para ver la misma película una y otra vez, tratando de pasarme el mismo videojuego y atascándome siempre en el mismo punto, para volver a empezar el día siguiente, porque la Mega Drive no dejaba guardar la partida. El mundo terminaba en las ventanas de mi salón, y Sevilla tenía un puñado de calles. Todo terminaba y comenzaba cada día. No había horizonte y no importaba. Eran horas muertas y llenas de vida.
Por más que uno lo intuya siempre nos sorprende esta erosión, esta pérdida. El mundo se ensancha y se llena de aires difíciles, y los años se acumulan como polvo viejo en los rincones. Nadie nos dijo que sería de otra manera, nadie nos dijo que sería así. Y seguimos buscando una vida en la vida, y todos, a nuestro modo, cargamos con el asombro, el horror, la belleza de aquellos mundos efímeros, buscando salvarnos del incendio.
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Gracias, Errejón