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Crónica levantisca
Voté por primera vez en el referéndum de permanencia de España en la OTAN. Vaya puntería biográfica. Fue una de las campañas más tensas, en la que la izquierda defendía una institución que se suponía de derecha, y las derechas solicitaban la abstención para derribar a un presidente socialista. Me abstuve, pero no porque Manuel Fraga, entonces líder de Alianza Popular, lo aconsejase, sino porque los nacidos en los años sesenta y setenta del siglo pasado éramos antiamericanos, aunque la URSS no nos convenciera y nadie, salvo algunos volados, cruzasen el Muro en dirección al Telón de Acero.
Felipe González, el primer presidente socialista desde la II República, había sido cristalino: o seguíamos en la OTAN o él se iba, de ahí que Manuel Fraga promoviese la abstención. Vamos, que hubiera sido mejor estrenarse con el Estatuto de Autonomía de Andalucía o con la Constitución.
Estados Unidos había sido el promotor del golpe de Estado contra Salvador Allende, le había salvado una de sus vidas políticas a Franco y asediaba a la Cuba de Castro, que por aquel entonces se concebía como un bonito experimento del socialismo. Cuántos intelectuales contribuyeron a aquella confusión, pero así era aquel mundo de la Guerra Fría, donde abrazábamos la cultura norteamericana hasta somatizarla, pero rechazábamos su altanería política.
El ex presidente José Antonio Griñán me recomendó hace unas semanas un excelente libro, como todos los que aconseja: Delirio americano, de Carlos Granés, que es un prolijo repaso por los populismos del continente hermano desde Rubén Darío hasta la actualidad. La guerra de independencia de Cuba, que fue el estreno de Estados Unidos como imperio, fue entendida en la América hispano hablante como una humillación a lo que todavía entonces era la Madre Patria, una derrota de donde surgiría un sentimiento antiyanqui trasversal y, con éste, de repulsa hacia su liberalismo y su modo de practicar la democracia.
De aquellos poetas como José Martí nacieron populismos de derechas y de izquierdas, Perón y Castro, probablemente los dirigentes que más han influido en el devenir político de aquel continente. Puro desastre del que aún no han logrado zafarse. La OTAN no fue tan mala como la habíamos idealizado, ni invadió Cuba ni Argelia, pero, además, sirvió para conjurar el gran problema de la Transición: la democratización de las Fuerzas Armadas, desde su ADN franquista a los ejércitos profesionales. En algún momento de los noventa cambiamos aquella percepción tan romántica como errónea.
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Gracias, Errejón