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Mientras en Nueva York los animalistas y el alcalde demócrata y vegano Eric Adams –autor de frases memorables como “el queso es adictivo como la heroína” o “soy perfectamente imperfecto: en ocasiones tomo pescado”– guerrean contra los criadores de patos, comercios de alimentación y restaurantes a propósito de la prohibición de ese “producto de lujo” procedente de la alimentación “forzada” y “cruel” de los patos –como se define el foie gras en la ley municipal–, las conferencias episcopales europeas expresan su “profunda preocupación” por el borrador sobre “nuevos estándares para la recogida y uso de sustancias de origen humano, como sangre, tejidos y células, para tratamientos médicos” votado ayer en el Parlamento de Estrasburgo. Advierten de “las posibles consecuencias de la amplia definición de sustancia humana esbozada en el borrador, que podría incluir la utilización de embriones y fetos humanos” en la elaboración de productos farmacéuticos. El peligro “reside en la posibilidad de que tal definición degrade la dignidad y el valor de la vida humana, creando una equivalencia inaceptable entre embriones y fetos y simples células de la piel o plasma sanguíneo”, convirtiendo “los sujetos humanos en meros objetos sin tener en cuenta su dignidad inherente”.
Uno de los contendientes en la batalla neoyorquina de la prohibición del foie gra, el criador y productor Marcus Henley, ha dicho que “es fácil hacer antropomorfismo ignorando que los animales y las personas son diferentes”. Tan fácil es la antropomorfización de los animales como la animalización de los humanos. El bienestar y la vida de un pato es más importante que la vida de un feto. Se prohíbe el foi gras y se considera una conquista del feminismo, la libertad de la mujer y el progreso el aborto como método para elegir la maternidad. Y esto no es demagogia. Es la realidad.
Los obispos europeos se basan en la dignidad del ser humano según la tradición judeocristiana. Yo, más pesimista, recuerdo el salmo 140 y al Sófocles de Antígona: “Nada, (…) ni las razas de los animales salvajes, (…) es más terrible que el hombre. Porque todos esos seres, en virtud de su naturaleza, han hecho, hacen y harán las mismas cosas (…) sin que puedan cambiarlas. (…) El hombre es el ser más terrible que existe porque nada de lo que hace puede ser atribuido a un don natural, sino que es obra del mismo hombre”.
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