La Rayuela
Lola Quero
Nadal ya no es de este tiempo
Propagandistas de la verdad
Hace un par de semanas saltaba la noticia de la carta que ha recibido el hermano mayor de la Macarena. Con una puntualidad exquisita, el primer lunes laborable siguiente a la fecha de entrada en vigor de la Ley 20/2022 de Memoria Democrática se enviaba notificación al respecto. Con un lenguaje casi amistoso se informaba de la intención de llevar a cabo el mandato expresado por la citada ley. Ojalá que otros departamentos públicos (véase la DGT, o Hacienda) tomaran nota del estilo.
Pero quisiera detenerme en algunos aspectos de la memoria democrática, que asoman cuando se compara con otros conceptos jurídicos que también han aparecido en los últimos años, como el patrimonio cultural.
En este espejo, se nos muestra una ley que cambia con excesiva rapidez de ropajes terminológicos (el adjetivo histórico quizá resultaba más complicado para soportar los intereses ideológicos). Además, casa muy bien con la calificación de “legislación ¡en tu cara!” acuñada con mucha gracia por el profesor Daniel Berzosa y que viene a definir, como lo hace esa chabacana expresión, una forma de legislar que revela un aplastante desprecio, chulería y prepotencia frente al que se profiere.
Es una legislación que siempre opta por priorizar la pirotecnia crispante (modificar la toponimia o exhumar en directo) y olvida la máxima urgencia con la que todos estamos de acuerdo: buscar e identificar restos mortales de fosas comunes y dotar de digna sepultura.
El patrimonio cultural sin embargo aparece como una ley sin tanto marketing, quizá porque eso de la cultura popular, el patrimonio (¡uy, eso suena a vínculos fuertes!), la extensión del concepto cultural (una extensión que supone siempre un encuentro social y no una división), y sobre todo el empeño de que sean la propia comunidad la protagonista de ese bien jurídico, no vende muchas portadas sensacionalistas.
Además, gracias al grupo socialista, el patrimonio cultural añadió expresamente la categoría de toponimia, incidiendo en la importancia de que sea la comunidad la que la reconozca como parte integrante de su patrimonio. Es decir, que no es el Estado por vía administrativa y en ejercicio de un paternalismo sonrojante el que debería ir cambiando nombres a los lugares.
Quizá este modelo de confiar en una sociedad que quiere revitalizar el presente sin olvidos ni nostalgias, podría ser advertido por el gobierno.
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