La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
DURANTE el largo tiempo de confinamiento, hubo gente que se dedicó a escribir diarios. Me abstuve yo, ante tanto superávit de dietarios. Sin embargo, en este tiempo raro que nos ha tocado vivir —que es cierto que es nuevo, pero para nada normal, por mas que se empeñen en llamarlo así—, sí que me aborda la tentación de ir confeccionando un inventario de rarezas, de esas cosas y comportamientos que persisten en resultar extrañas por más que nos tengamos que acostumbrar a su visión o a su misma vivencia. Relaté en mi última columna algunas de esas percepciones, y en esta añadiré alguna otra extrañeza o paradoja. Una de ellas vendría de la asociación entre mar y mascarilla, porque uno, que se confiesa rutinario caminante por la orilla en horas de marea baja, ya se ha plegado al cumplimiento de la norma.
Paseo con el tapabocas incorporado, mientras que a mi alrededor va y viene la gente sin él. En mis trayectos, me suelen rebasar corredores, que no están obligados a llevarla, y que pasan a mi lado resoplando no sé cuántas gotículas.
Nada que hacer, el caminar no está considerado actividad deportiva, así que seguiré ahorrando en protector solar, pues ya voy bien protegido. Pero esto no es más que un chiste ante la mayor extrañeza que personalmente siento estos días. Si sales, aunque sea poco, es normal que te encuentres a personas que quieres, a las que te alegras de ver de forma instantánea. Casi se te van los brazos y el cuerpo entero a la búsqueda del merecido encuentro, pero te quedas, como los malos porteros, a media salida. Y es muy fustrante, porque lo del choque de codos me resulta una impostura algo ridícula. No sé si a la vuelta del verano continuaré esta compilación. Entre tanto, tengan unas felices vacaciones.
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