La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Cuarto de muestras
En el refrito de las imágenes de la gala de éxitos musicales y feísmos, los Grammys latinos, me encuentro a Rosalía. Una suerte de Estrellita Castro mística cantando el “Se nos rompió el amor” de la Jurado. Susurra su trino como si rezaran sus carnosos labios y sus ojos cerrados, medio poseída de juventud e inconsciencia. Alza sus manos mientras canta como si desenredara un sueño. Aparece en el escenario desnuda en un vestido de negro luto, expuesta a su lapidación para subir a los altares de la fama siendo aun niña. El público y la crítica seducidos, le aclaman y apedrean a un tiempo desde que cantó el “Si me das elegir” de Los Chunguitos. Es su timidez un verdadero triunfo ante ese mundo devorador y perverso que la quiere descarada. Pareciera que hay siempre una luz oculta que le deslumbra o que hace poco que ha llorado. Ni ella misma conoce su fragilidad. Ignora que ya se está rompiendo antes de hacerse. Entran ganas de sacarla de ahí antes de que sea tarde.
Llega después Shakira, contorsionándose entre hombres objeto, haciendo exhibición, pobre mía, de su despecho. Redescubre lo que hacía Raffaella Carrá en el siglo pasado con aquello del caradura que tenía la mujer dentro del armario. Ella más despeinada, más pequeña, más triste, moviéndose más. Ignorando aquello de Gracián de que la queja trae descrédito. Qué dolor y qué antiguo todo.
Nuestro Alejandro Sanz apareció como Manolo Escobar con su pelo pintado, su traje de chaqueta feo y su corazón partío, que es el sangrante himno de la nueva España eternamente dividida. Del mundo nos guarde Dios.
Rauw Alejandro, famosísimo y premiado reguetonero con mirada de Elvis Presley viene de blanco. Canta baladas de letra candorosamente adolescente y anda vestido con esa ropa que las grandes firmas diseñan copiando las prendas de mercadillo, pero en más hortera. Un Peco cantando sus penas de amor en solitario y con un ritmo tan cansino que resulta irritante.
Se sucedieron así, fugazmente, todas las penas de amor infantiles que andan encandilando al mundo. Ataviadas con uno u otro disfraz, con una u otra voz, con uno u otro sexo, con uno u otro ritmo. Pensé que nada hay más novedoso, más gatopardesco, que repetir lo de siempre. Tuvieron que llegar la voz y la verdad de Niña Pastori, sin estridencias ni coreografías, su flamenco moderno y eterno, para sentir la música. Lo demás es espectáculo y, es mucho también.
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Gracias, Errejón