La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Gafas de cerca
Hay gente variopinta embarcando en el avión de una de esas compañías con alma de asesino de costes (Cost Killing lo llaman en los másteres). En las sucesivas colas, estabulamientos y despojo de zapatos y cinturones pueden darse fenómenos paranormales, o por lo menos extravagantes. Un chaval con unos cascos galácticos interpreta sin desafinar mucho y con absoluta motivación, punteos silbados incluidos, el Maggie May de Rod Stewart (1971), lo cual cuadra, en el fondo, con su edad, porque debe de tener más o menos la del jovenzuelo protagonista de la canción, seducido por una mujer mayor, de la que acaba liberándose: “Despierta Maggie, tengo que decirte algo, se acaba septiembre y ya tengo que volver al colegio”. A pesar de lo elevadísimo del volumen de su interpretación, producen ternura y cierta admiración su desparpajo, rayano en el desahogo; nos sonreímos los desconocidos. La indulgencia y mi pequeña admiración –nunca me liberé en público así, ni mucho menos– pueden venir de la cantidad de veces que he interpretado esa canción, a solas o en compañía de pocos otros. Fraternos secuestros.
No siempre uno es tan misericordioso como para aguantar con paciencia los excesos del prójimo. Eso le sucedía a una señora que estaba en un asiento contiguo, porque otras tres mujeres junto a nosotros no paraban de hablar, por turnos e incesantemente, creo que de asuntos totalmente triviales, quizá familiares y domésticos, de sus pequeñas vidas y con sus grandes corazones: pasión, la ponían toda. Digo creo porque su charla era vertiginosa, y además hablaban en catalán, de forma que uno no entendía nada claro, aunque no ponía la oreja: puro cartílago y tímpano secuestrado, también. Era un cotorreo desinhibido, como lo había sido la performance del cantarín: “que me oiga el mundo”. La otra señora, ella viajaba sola, parecía molesta, tan es así que de pronto soltó un sarcástico “verás tú que hoy acabamos aprendiendo aquí catalán”, y levantó sus cejas al mirarme, como buscando complicidad. Mucho después, aún en vuelo, las señoras me preguntaron, en castellano, si conocía la ciudad de destino, así que les di un par de nortes de comercio y bebercio. “¿Y de qué parte de Cataluña son ustedes?”, “¿Cómo?, ¡nada de catalanas, perdona! Somos a-ra-go-ne-sas, de Huesca y con orgullo; ella es de Fraga, nosotras dos de Torrente de Cinca. Lo que hablamos mezcla el español y catalán, se parece más al valenciano”. La señora sureña, prejuiciosa y enorgullecida por la hipertrofia del catalanismo negociante, estaba con la boca abierta. Roncaba.
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