Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
Brindis al sol
En los viejos tiempos, dioses y reyes lo veían todo y, por tanto, lo controlaban todo. A la gente de a pie no le era posible escapar de sus escrutadoras miradas. Pero, poco a poco, gracias a luchas y reivindicaciones, los pobres individuos conquistaron algunos espacios propios, fuera del omnipresente escrutinio de los grandes señores. Nacieron de esta forma, a regañadientes, los espacios privados en los que los antiguos súbditos organizaron sus vidas a su albedrío. Entre paredes, protegidos de la mirada exterior, se sentían libres, entre otras cosas para usar y jugar con sus cuerpos, según gustos, necesidades e inclinaciones. Fue una larga y agria empresa convencer a los de arriba que, en los espacios que llamaron públicos, los poderosos mandaban con sus leyes y sus vigilantes, mientras que debían respetar, al menos, unos metros cuadrados de privacidad para cada ciudadano. Tras esa pugna que duró muchos siglos de tira y afloja, llegó la modernidad y la conquista de un régimen de libertades, en el que se estableció ya como un hecho adquirido este distintivo reparto. Cuando se salía a la calle y a la plaza pública existía un ordenamiento decidido colectivamente, que debía acatarse. Al que lo transgrediera le ponían falta. A cambio de esta obediencia, se había establecido un refugio permanente para la intimidad de los ciudadanos, ese hogar privado, al margen de los vigilantes callejeros, en el que cada uno podía soñar, pensar y actuar a su aire, sin tutelas exteriores. Una gran conquista, pero no todos aceptaron ese pacto, y surgieron los grandes inquisidores: personajes de ojos ávidos y celosos que, por ideas, o por carácter, no aceptaron la nueva autonomía otorgada a lo privado. Porque, víctimas de algún deseo inconfesable, querían mantener la antigua costumbre de escudriñar y hurgar en los hogares, en la oscuridad de los dormitorios, para conocer quién dormía con quién y cuáles eran sus devaneos, caprichos y disfrutes. Y para desgracia de los ciudadanos españoles, tanto en la izquierda como en derecha, muchos herederos de aquellos inquisidores perduran, convulsionando la vida cotidiana de este país. Por eso tanta gente de la calle se pregunta por qué perviven estos inquisidores. La respuesta la dio Freud hace más de un siglo: son personajes a los que un trauma obsesivo y libidinoso obliga a hablar siempre de lo mismo, a estar obsesivamente pendientes de eso. Y solo hurgando y escudriñando en nuestros espacios reservados encuentran transitorio consuelo. Habría, pues, que encontrar un medio democrático de curarlos.
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