Marco Antonio Velo
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El balcón
Puigdemont lleva seis años difamando a la democracia nacional. Ha sostenido que en España hay un régimen autoritario y represivo. Y ha proclamado que con los sistemas autoritarios no se pacta; se les derroca. Pero tiene la llave de la investidura, con siete votos en el Congreso. Está huido de la justicia, acusado por desobediencia y malversación, una vez que el Gobierno despejó de su camino la rebelión y la sedición. Ahora no cabe en sí de gozo por su protagonismo. Y a rebufo de la situación, se plantea un cambio de modelo territorial que supondría más privilegios a las nacionalidades históricas en detrimento de las demás.
De todas las piruetas de Pedro Sánchez para mantener el poder, convertir al capitán de una rebelión en un hombre de estado sería la más prodigiosa. En 2018, antes de la moción de censura que le llevó a La Moncloa, opinaba que lo ocurrido en Cataluña el año anterior, con las leyes de desconexión, creación de la República catalana y declaración de independencia, eran una rebelión. El lunes, su vicepresidenta fue a Bruselas para hacer unas risas y pasarle dócil la mano por el lomo al prófugo.
El presunto hombre de estado exige una amnistía como paso previo para una eventual investidura y un referéndum pactado sobre la independencia. Feijóo rechaza las exigencias y añade que no puede aceptar que “la democracia española sea igual que una dictadura”. Pero esta expresión de Puigdemont también se la hemos oído a líderes del PP o Vox. Las palabras, pesan. Dirigentes populares como Ayuso o Bendodo han calificado a Sánchez de tirano o dictador, lo que equivale a considerar al país una tiranía o una dictadura. Los ultranacionalistas españoles y catalanes coinciden en sus excesos y se retroalimentan. Sin la irritación generada por el procés, Vox que en las elecciones de 2016 sacó el 0,2% de los votos nunca se habría convertido en el tercer partido del país.
Pero la rabia por el papel de Puigdemont no se limita a la derecha española. Una buena parte de los votantes llamados progresistas también querrían verlo en la cárcel. Su petición de amnistía ha sido calificada de anticonstitucional por personalidades de la vieja guardia socialista, como González o Guerra. También el expresidente andaluz Rodríguez de la Borbolla en un artículo publicado en estas páginas ha puesto el grito en el cielo, al estilo de la revolución francesa (“¡la patria está en peligro!”), por la pretensión de amnistía, financiación especial para Cataluña, legitimar el derecho de autodeterminación o establecer un modelo territorial asimétrico.
Hay una mezcla perversa de asuntos: la situación judicial de Puigdemont, la aritmética parlamentaria y la organización territorial. No es razonable enmarañarlos. Eso y el oportunismo pueden convertir a Puigdemont en un hombre de estado.
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