La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Cambio de sentido
Les había pergeñado yo para hoy un artículo encendido sobre asuntos propios de personas mayores cuando, en medio del sueño torpe de esta noche, he pensado (a veces sueño pensando o pienso soñando) que, con este calor amniótico, mejor no encender nada, prefiero apagar los motores y escribir al ralentí sobre otros temas, quizá menos importantes para algunos, como el nacimiento de una criatura y el estupor que provoca en torno. Y a eso vengo. El verano es la patria de las niñas y los niños porque hay cierta relajación en eso que conocemos con el inquietante nombre de Realidad -gestiones, trabajos, horarios, rutinas, noticias…- y por eso los niños brillan, porque se divierten, punto, porque no pertenecen aún más que colateralmente a la asfixiante Realidad.
Venir al mundo será de lo más corriente, pero reconozco que soy incapaz de desprenderme del estupor que me provoca contemplar a un recién nacido. Por mucho que sepamos cómo funciona la cosa, no deja de alucinarnos el resultado. Quizá por eso tratamos de aferrarnos a referencias conocidas, al juego de "este niño se parece a". Decimos -quien lo diga- eso del gobierno Frankenstein, pero para composición Frankenstein la que liamos con las criaturitas nada más verlas: "tiene la barbilla del abuelo", "la nariz, de mi hermano", "los ojos del vecino", "las manos, clavaítas a las mías", "ha salido a mí", "no, a mí"… Deseamos no morir del todo, espejearnos en esa vida nueva. En realidad, un bebé se parece sólo a sí mismo, a un sí mismo que nos evoca, más que a una parte del cuerpo, a una parte del alma de los presentes y de los antepasados.
Llega entonces el momento en que una discute consigo misma sobre genotipos y fenotipos, la herencia genética y la ambiental, contra toda la perversa manipulación de estas cosas que hicieron los peores de los hombres (nazis, fascistas y otros grandes flipados de la raza). No me cabe duda de que la personalidad se cuaja en contacto con el mundo, pero, en una personita con días de vida podemos verle la masa de la sangre, algo así como su ser. Reconocemos al bebé zalamero y sonriente, que a los dos años ya es un explorador inquieto, un doctor del barro, un domador de gallinas, con cualidades indiscutibles para la música y la interpretación. Este otro recién nacido que sostengo en mis brazos es, en cambio, un sabio de tres kilos, calmo, de sangre tan inédita como antigua. Educar no es moldearlos al gusto, es reverenciar y no dañar lo que son.
También te puede interesar
La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Paisaje urbano
Eduardo Osborne
Memoria de Auschwitz
La colmena
Magdalena Trillo
Gracias, Errejón