El microscopio
La baza de la estabilidad
viaje a portugal
LA ciudad se desparrama buscando al Duero esta tarde brillante de marzo. Oporto ha muerto hace años y alguien se encargó de embalsamarla para asombro del viajero. Miles de casas guardan silencio recordando glorias pasadas, viviendo otra vez aquel día en que a orillas del río nació Portugal, evocando a los mercaderes que transformaron en vino en oro y el oro en arte. La ladera escarpada es un enorme duelo, mudo e inmóvil, que ya no aguarda nada. Da igual subir a la rua Santa Catarina que bajar a la Ribeira. La decadencia nos aguarda en cada esquina, forrada de azulejos.
Cuenta la leyenda que Cale era el nombre de uno de los argonautas griegos que cruzó las Columnas de Hércules enfiló el norte y fundó aquí un enclave comercial. Con el tiempo la ciudad fue invadida por los alanos y luego por los suevos, quienes trasladaron el puerto de Cale a la orilla derecha del río. Nació así Portus Cale, ciudad que pasó a denominar al país entero…
El comercio en Oporto se quedó en la época de los argonautas. Los viejos colmados exponen sin vergüenza bacalaos apestosos y botellas de vino verde. Las calles rebosan de género, como si todo fuese un gigantesco zoco donde el latero saca sus peroles, el cerero exvotos bizarros y el carnicero cuelga en la vía pública racimos de callos y otros mondongos. La hermosa librería Lello apenas si vende libros, acosada por turistas que viene a contemplar sus vetustas estanterías góticas donde el propio Cale compró su primera novela.
Tripa a moda do Porto acompañada de una montaña de arroz y una botella de vino recio. Todo servido en un lugar que jamás fue alegre y que cuando entraron los suevos ya había dejado de ser moderno. El camarero recita las sobremesas con solemnidad: aletría, bejinhos da freira, bolo ensopado, leite creme, natas, maçapao, sopa dourada, De profundis clamavi ad te, Domine…
Oporto es un bonito cadáver, aunque no vivió deprisa. Fueron muchas generaciones las que llenaron sus calles dejando preciosas huellas que se fueron posando, una sobre otra a los pies del río hasta tejer una mortaja coronada de altos muros que levantaron los romanos, y los alanos, y el obispo Hugo, y el rey Sancho, y el rey Alfonso, y el rey Fernando.
Todo es viejo en Oporto. La catedral románica, los puestos del mercado, el brillo de los retablos barrocos de Santa Clara, que trepan por las paredes hasta alcanzar la clave de las bóvedas, las casuchas del muelle, la estación de trenes y sus escenas costumbristas en cerámica blanca y azul, los jardines románticos, el puente de Eiffel, los ravelos que surcan el agua cargados de botas, la Casa da Musica de Rem Koolhas, el café de media tarde y los niños que juegan al balón en las plazas. Ni Álvaro Siza, ni Soto de Moura ni su arquitectura blanca y moderna pudieron hacer nada. La Fundación Serralves y las estaciones del metro también sucumbieron.
El atardecer llega a la azotea de la Torre de los Clérigos. Desde las alturas Oporto yace teñida de púrpura, fascinante y quieta. El Duero fluye tranquilo rombo al océano entonando cantos fúnebres al compás del chirrido de los arcaicos tranvías.
Hay que huir, o quedaremos unidos para siempre a este bello panteón.
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