El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Podriamos estar de acuerdo en calificar esta primavera como restallante si nos acogemos a la acepción que indica que se ha manifestado «de manera súbita y llamativa» (RAE). Aunque súbita, exactamente, no ha sido: nosotros la hemos percibido de esa forma, porque se nos ha mostrado de golpe, de forma llamativa, en cuanto hemos salido del largo encierro. Durante ese periodo, la naturaleza ha seguido su curso, pero, por primera vez en mucho tiempo, sin la interferencia de la acción humana y con un descenso radical de las emisiones que provocamos. Y claro, la respuesta ha sido brutal. Los domingos de estas semanas pasadas, cuando caminaba para recoger la prensa, dentro de un aplastante silencio, me sorprendía el estruendo de cantos de aves que, cualquier otro día, habría pasado desapercibido ante el ruido ambiental. No sé si se atendrá a la realidad, pero nuestros vecinos los pájaros parecían multiplicados en número y variedad de especies: tan polifónico era su concierto. Ya con el permiso para salir a pasear en bicicleta, se ha podido verificar la feracidad del medio, con el trigo ya dorado y espigado, campos de margaritas infinitos y los senderos habituales cegados por la espesura. Y si se alcanzaba algún humedal, la presencia de aves migratorias ha sido también espectacular: colonias muy numerosas de flamencos blancos y rosas, grupos de las normalmente esquivas avocetas revoloteando sobre tu cabeza y, de nuevo, la algarabía de sus cantos. El medio se ha mostrado resplandeciente de una forma nada habitual, sin la huella humana en forma de bolsas, latas, pañuelos de papel y un sinfín de detritus que, desgraciadamente, han empezado de nuevo a aparecer. Ha sido en apenas unos días, destruyendo ese espejismo de una naturaleza intacta, casi tanto como yo estoy fastidiando esta columna que empezó tan bucólica. ¡Ay! Esto de la educación ambiental, que parece no tener remedio.
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