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Entre otros beneficios, haber nacido en un barrio taurino nos regalaba a los adolescentes de los ochenta el privilegio de ver por las calles anejas a la plaza, los bulliciosos días en los que había corrida, a las estrellas del rock que participaron de la movida sin dejar de ejercer como aficionados. Lo hemos recordado al leer La música cantada del toreo (El Paseíllo) de Eduardo Osborne, compañero de estas páginas y hombre discreto y cordial donde los haya, un fino articulista cuyos análisis del paisaje urbano, recogidos en Luces de ciudad, ejemplifican a la perfección cierta clase de registro, tan opuesto al airado de los cronistas adoctrinadores, en el que confluyen el buen juicio y las buenas maneras, asociadas en su caso a la estirpe angloandaluza de la que algo ha contado él mismo. Después de un periodo de mitificación, se ha vuelto habitual denostar aquellos años como una época desideologizada y frívola en la que la contracultura de la década anterior se plegó a las directrices del mercado, pero es difícil no ver que entre los fuegos artificiales y su fulgor efímero había una genuina inquietud por explorar nuevos caminos, materializada en obras desprejuiciadas que en algunos casos –en otros no, como ocurre siempre– se han mantenido igual de frescas.
Como no podía ser menos, Eduardo dedica uno de los capítulos de su libro a la banda más claramente influida por el lenguaje y el imaginario de la tauromaquia, Gabinete Caligari, cuyo nombre, inspirado por el maravilloso film expresionista de Robert Wiene, refleja muy bien los tonos oscuros del trío madrileño en sus inicios, objeto de devoción entre los camisas viejas de la nueva ola. En su primer disco de estudio, Que Dios reparta suerte, se incluía una de las mejores canciones del grupo y de todas las que entonces, antes o después han recreado los mitos de la fiesta, Sangre española, consagrada a la figura inmensa del Pasmo de Triana. El tema dio nombre a un minúsculo bar donde pasamos noches épicas, pero esa es otra historia y lo que interesa aquí es destacar cómo el rastro de Belmonte y de los héroes del toreo se ha proyectado mucho más allá de los ruedos. Esa y otras canciones, parte de la memoria sentimental de aquella juventud, que tuvo también sus caídos, han quedado no como himnos, sino como melodías íntimas de una época en la que las ideas políticas o estéticas no separaban a los partidarios en compartimentos estancos. En ellas seguimos encontrando una declaración a la vez apasionada e irónica, un modo moderno de reivindicar el casticismo, una profesión de libertad sin restricciones.
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Gracias, Errejón