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Confabulario
Por lo mismo que en Navidad uno recuerda aquel artículo de Larra, La Nochebuena de 1836, donde don Mariano exhibe ya una amargura desgarrada y cómica; en estas proximidades de Santiago el Mayor, en los días más altos del verano, uno acude inevitablemente a Cunqueiro, a sus erudiciones lúdicas y fantasiosas, y a las muchas páginas que dedicó al señor don Santiago, a la piedra compostelana y a las leyendas con que se fragua, en el severo candor del Medievo, aquel nervio caudal de Europa que se llamará, ya para siempre, el Camino de Santiago. Asociada a esta vasta cordelería milagrosa, que anuda la cultura occidental de aquella hora, está la idea misma de confín, de extremadura humana. Está la idea, aún hoy inagotable y sugestiva, del finisterre.
No es el menor de los milagros que, finalizando el siglo VIII, ya se diera por cierto que los restos de Santiago el Mayor, venidos misteriosamente desde Jafa, se hallaban en la proximidad de Iria Flavia. Y tampoco que, una décadas después, en la batalla de Clavijo (844), Santiago aparezca ya, caballero resplandeciente, como vanguardia de la tropa cristiana. Era allí donde la cristiandad se veía más amenazada por el islam (tiempo después, Almanzor llevaría a Córdoba las campanas de la Catedral de Santiago), y será ahí, en aquel confín del orbe, donde nacerá este faro último de la fe asediada, en competencia con las otras grandes peregrinaciones, Jerusalén y Roma. Con esta singular operación (“El hombre necesita, como quien bebe agua, beber sueños”, había escrito Cunqueiro), el extremo occidental del mundo, el Finis Terrae, se traía junto a sí, por mágica convocatoria, un trozo de Tierra Santa –el Oriente lejano y fabuloso–, testigo principal de la llegada de Dios al afligido mundo de los hombres.
Por Santiago de la Vorágine y La leyenda dorada (siglo XIII), o por la Guía del peregrino de Santiago de Compostela (primeros del XII), conocemos la nutrida imaginería con que se ahorma esta gran vía piadosa, cultural y comercial, revitalizada desde el XIX. Bottineau describía la Francia medieval como una gran hoja de árbol, cuyas nervaduras eran los caminos que llevaban a Santiago. Por esas vías llegaría también noticia enfebrecida y lejana de las cruzadas. Cunqueiro, en nueva operación de magia traslativa, imaginaba al fámulo de Herodes, en la noche airada del Finisterre, gritando al mundo la degollación de los inocentes que ocurría al otro lado del mar. Lo imaginaba aullando inconsolable, desde aquella escarpadura, el océano bajo sus pies, el fin de la inocencia.
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