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Hace prácticamente diez años el periódico ‘La Vanguardia’ publicó un originalísimo reportaje, firmado por Josep Corbella, titulado ‘De qué hablamos cuando hablamos de noche’. Me formulo esta pregunta -que traigo a colación- para introducir el testimonio gráfico, la fotografía, que hoy ilustra nuestra nueva entrega de ‘Jerez íntimo’. Porque… ¿de qué hablamos mi querido compañero y hermano Eugenio Vega Geán y yo cuando hablamos la noche del pasado miércoles en nuestro regreso de la tertulia organizada por Juan Souto? De muchas fluviales y plurales temáticas que bien podríamos sintetizar bajo el paraguas común de un epígrafe lacónico: de Jerez y cultura. De cultura general con nombres propios. De nombres propios -relevantes- algunos de cuyos portadores ya no habitan este a veces rocoso mundo de los vivos. Pero Eugenio y un servidor departimos, sobre todo, de costumbrismo. Si otro Eugenio, en este caso d’Ors, se consideraba “experto en ideas generales”, el nuestro jerezano -brillante y moderno docente donde los haya- domina con mano maestra -nunca mejor dicho- la materia costumbrista. Me atrevería a asegurar que a la altura de José María Pereda, Ramón de Mesonero Romanos o Mariano Fortuny. También la investigación histórica ha de redactarse sobre moquetas literarias. Aprovecho la ocasión para recomendar a los lectores algunas obras de género costumbrista como ‘La casa del páramo’ de Elisabeth Gaskell, ‘Trilogía de Candleford’ de Flora Thompson, ‘Una historia ridícula’ de Luis Landero o, cómo no, ‘El hombre negro’ de Carmen de Burgos. Imposible no tomar notas en los márgenes -o a pie de página- de estos libros que continúan perdurando en el tiempo.
En el Jerez de los años 40, 50 y 60 del pasado siglo XX prácticamente a nadie -menos aún a la juventud- le zurraba la badana del aburrimiento. La necesidad agudizaba el ingenio. Y el ingenio sacaba zumo del exprimidor de la imaginación. Todo correlativamente, como el efecto dominó de la prueba del nueve. Aquí -en la distracción debajo de una roca o en la diversión encima de una rayuela- puso el acento el letrista -también muy de corte costumbrista- Joaquín Quiñones, concretamente en el antológico pasodoble ‘Sentao en el sofá’ de su fascinante comparsa ‘Noches de Falla’. Decía que a mediados del siglo XX apenas ningún hijo de casa de vecino se topaba de bruces con los usos del verbo aburrir. Entonces, en materia de distracción, menos era más. Uno de los usos que enseguida se tornó usanza recaía en el deporte estrella que juntaba a buena parte de la afición -el fervor, el fulgor, el favor, la forja, la furia- de masas: el fútbol. Se jugaba a la pelota sobre el asfalto de las calles -desérticas de pasos de vehículos-, en un rincón árido de la plazoleta, en el callejón sin salida de la barriada de al lado, en el corredor de entrada de casa abuela, en un descampado enlosado de pelotes y piedras no precisamente preciosas o en el arenal del extrarradio. Así nos lo contaron nuestros padres y abuelos. Las botas eran borceguíes. El esférico, cosido y recosido, uno retro de marca Copa.
Los chiquillos jerezanos no aspiraban a convertirse en un youtuber de miles de seguidores sino, simple y llanamente, en Luis Molowny, alias ‘el mangas’. En los partidillos locales ya existían ojeadores no profesionales sino a modo de opinadores in situ: “Qué bien toca la pelota ese niño. Y, además, le da con las dos piernas. Llegará a ser un buen pelotero. Lo veo como interior izquierda”. Pues bien: Jerez contaba con sus equipos de base. O de ocasión. O de aficionados. Cantera e ilusión de los mozalbetes de la época. Aspiración de los ratos libres y amortización de las horas muertas. Un balón concitaba toda la amalgama posible de las actividades extraescolares. Ni inglés, ni kárate, ni robótica. Ni baile flamenco ni clases de dibujo. El fútbol, santificado fuese su nombre. Horas y deshoras en su cultivo y honor. Terrenos de juego como la posada de la soga. Nada para amortiguar las caídas, los encontronazos. ‘Sangre y arena’, como la novela de Vicente Blasco Ibáñez. La rudeza del campo -no de los futbolistas- era directamente proporcional a la sorprendente técnica de los jugadores amateurs y a las paradas aéreas de los cancerberos de ocasión. El césped ni está ni se le espera -como la célebre frase de Sabino Fernández Campos capaz de detener tanques aquella noche de los transistores del 23F de 1981-. Los jovenzuelos no solían hacer el avión ni daban plantón a la hora del partido. No faltaba ni el del botijo. Todos más bonitos que un san Luis para disputar el encuentro.
Uno de los equipos punteros de los años 50 fue el Soyca. Vestían por lo común camisola verde, calzona blanca y medias blancas y verdes en rayas horizontales. Tuvo capitán y jugadores de brío. El equipo contaba con el patrocinio permanente de la tonelería de Manuel Camas: Tonelería Jerezana Soto y Camas. El Soyca competía con otras formaciones jerezanas como el San Pedro, Calavera, San Justo, Hércules o el Carmen. El padre de Diego de la Margara, Dieguito, jugaba en el Calavera. Y el recordado jerezano Francisco Núñez, histórico fundador y hermano mayor de la Buena Muerte, lo hizo en el Hércules. Podríamos ir tirando con más agilidad del hilo de esta cometa. Lo haremos. Hoy mostramos una imagen de Manuel Camas recogiendo uno de los muchos trofeos que ganó el Soyca practicando un futbol valiente, de ataque, de dominio del balón, de gran compañerismo y deportividad y, principalmente, de orgullo de pertenecía a una ciudad: Jerez. Sí, aquel Jerez, una ciudad sepia a la que ya dotaba la Historia de colores inminentes. Aquel Jerez trabajador. Aquel Jerez de punta en blanco. Aquel Jerez fuerte y veloz como un chutazo a la misma escuadra de la memoria.
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Gracias, Errejón