La ciudad y los días
¿Guerra en Europa?
Bordón y tinta nueva
DESDE la ventanilla de mi vagón presencié, con insólita tristeza, cómo la vieja estación de Székesfehérvár se estaba quedando varada sobre la fangosa estepa de la primavera magiar. A lo lejos, el padre de ella -con el que solo pude compartir tres cervezas y las dos palabras que tenía anotadas en mi agenda- seguía agitando su mano. Intuí, en su tosca amabilidad, que realmente no se despedía de mí sino que volvía a hacerlo de su hija que llevaba años viviendo en Andalucía y a la cuál no veía desde hacía meses. Cerré la ventana y me refugié en aquella caja de hierro que se dirigía a Budapest: una ciudad que, aquel mes de abril, solo sabía devolverme las sombras de lo que había vivido la primavera anterior. Cargado con dos bolsas de deliciosos pogachos, que él había cocinado para su hija, logré hacerme un hueco entre los pasajeros. A mi lado, una anciana tejía una bufanda. Enfrente, agarrada a su mochila, una muchacha no me quitaba ojo. Era mi oportunidad. Con todo el arrojo que logré rescatar le pregunté si hablaba inglés. No me respondió pero, agarrándome a su sutil gesto de afirmación, comencé a hablarle de la joven que amé y amaba en mi ciudad: de cómo la había conocido, del primer beso que le robé y el primer beso que me ofreció, de las calles donde nos fuimos enamorando... En aquellas palabras, que dibujaba a la desconocida, supe rescatar el amor que nos habíamos regalado y perdonarme el hecho de que nunca hubiésemos sido capaces de sacar fruto alguno. Cuando llegamos a Budapest, y antes de despedirse, la muchacha me hizo gestos de no haber entendido nada. No me importó. Cuando desapareció comencé a caminar hasta mi apartamento en la avenida Andrássy... Paz que conservo a mi lado. Y todo gracias a que tenía un móvil sin internet y apenas saldo. Me sobró para decirle que la quería... No me alcanzó, afortunadamente, para volver a convencerla con malditos mensajes y viejas promesas de castillos en el aire.
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