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Tristes Juegos. Tristes, tristes. Tokio Veinte Veinte -lo llaman así- suena a jirón de otro año, a pecio de naufragio. Pasma que los organizadores y el Gobierno japonés hayan tirado palante con la celebración, con lo escrupulosos, casi asépticos, que son los nipones para estas cosas. Me extrañó que no cancelaran al primer positivo. Un agobio protocolario recorre los vestuarios, supongo. Póngase aquí, no toque eso, venga la PCR, la barra fija ya está desinfectada. El talco o polvo de tiza, después del gel hidroalcohólico, se hace masilla en las manos del atleta. Esta tele del piso-playa es como el pebetero: nadie le echa cuentas, pero está encendida desde la inauguración hasta que se va el último utillero. Miro con el rabillo del ojo la ceremonia de apertura. Confirmo que estamos en el Futuro, y que, conforme a todo pronóstico, esto es una emocionante y desoladora distopía. Las gradas sin nadie, los drones que se nos hacen un mundo, un deportista solo, que avanza en la cinta corredora, al que a continuación se suman más deportistas distantes y ensimismados. Mi madre repasa en voz alta los continentes, y me pregunta si falta alguno. La Antártida, quizá. Mi cuñado, que escucha la radio a deshoras, apunta que en la Villa Olímpica las camas son de cartón, ventilan las habitaciones cada media hora, y que antes pillas allí una pulmonía que una caja de condones. Contrasto el dato: con la excusa de la pandemia, se han distribuido un tercio de los que se dispensaron en Río en 2016 y -leo- los repartirán conforme los deportistas se vayan yendo, para que los lleven en la cartera en plan recuerdo de Tokio. Mascarilla 1, condón 0. La profilaxis va por zonas del cuerpo. De allí puedes salir limpio de coronavirus pero hasta las cejas de trichomonas. Hasta que la coyunda no sea un deporte de competición, esta gente no va a verla con buenos ojos.
Del salón en el ángulo oscuro, en la penumbra de la siesta, rumorosa y cubierta de polvo, prosigue la tele su retransmisión somnolienta. A un deportista español le ha dado algo así como un calambre en una pierna y anda gritando por los suelos cuando, ni corto ni perezoso, un contrincante argentino le asesta un fuerte golpe en la base del cráneo con su palo de hockey. La escena me saca de la galbana, abro los ojos de par en par, me desatenta. Acabamos de asistir a un momento de mucha violencia. Nadie se hace eco de esta historia. Ni Olimpiadas ni espíritu olímpico: tristes Juegos. Tristes, tristes.
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