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Quizás los jóvenes lo ignoren, pero la UE, desde sus comienzos en la inmediata posguerra, se promovió con la intención de desterrar las hostilidades del suelo continental y transformar la beligerancia militar en un educado intercambio de bienes y facturas. Esto ha permitido a tres generaciones de europeos -con la deplorable excepción yugoeslava-, vivir en una feliz ignorancia de la cañonería y el vértigo de la guerra. Quiere decirse, pues, que la segunda mitad del XX ha sido un hito excepcional, un breve interludio, en la aparatosa marcha del mundo, que hoy ha vuelto a recordarnos el hermético caudillo ruso. A esa paz excepcional ha contribuido, como es lógico, la existencia misma de la OTAN. Pero es la gran ambición de Europa, de una Europa democrática, la que subyace a su vasta y necesaria carcasa bélica.
La izquierda posmoderna, sin embargo, vuelve a recuperar su pacifismo del año 39, cuando los comunistas galos alentaron la invasión de Francia tras el pacto Ribbentrop-Mólotov. Esto es, tras las bodas de sangre de Hitler y Stalin. Lamentablemente, la actuación de Putin no permite extraernos del cuadro europeo. Ni siquiera Suiza puede ocultarse hoy tras una equidistancia inane. De hecho, las bochornosas declaraciones de Junqueras y Otegui (un inicuo golpista promovido por Putin y un viejo secuestrador marxista-leninista), no hacen sino recordarnos el largo y pernicioso influjo de Rusia en demérito de las democracias occidentales. El propio señor Borrell, visiblemente envejecido, destacaba hace unas horas la ridícula y florida cobardía del señor Puigdemont, golpista a la fuga, frente a la grave determinación del presidente ucraniano.
Por otro lado, hace apenas un mes, nuestros ecologistas se preguntaban por qué la Comisión había consignado como verde la energía nuclear. Ahora quizá estemos empezando a conocer alguna de sus razones (a nadie se le escapa la utilidad del autoabastecimiento galo), uno de cuyos nombres es el de Nord Stream 2, el gaseoducto que aún sigue en activo, a pesar o al margen de las hazañas criminales del señor Putin. De todo lo dicho se infieren dos conclusiones patentes, pero que quizá teníamos medio olvidadas: una primera es que Europa necesita un sólido y formidable ejército disuasorio para preservar su independencia. Otra segunda, y acaso la más costosa, tras muchas décadas excepcionales de paz, es que la libertad no es un bien gratuito e inocuo. La libertad, ineludiblemente, exige ser defendida.
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Gracias, Errejón