Marco Antonio Velo
En la prematura muerte del jerezano Lucas Lorente (I)
Postrimerías
Forma parte de la saludable rutina de las generaciones el que los habitantes del presente y en particular los más jóvenes, naturalmente inclinados a disentir de sus mayores, se replanteen o cuestionen los valores heredados, así ha ocurrido desde siempre y no de otro modo se explican los cambios de mentalidad y el incesante dinamismo de la Historia. Revisar el pasado con ojos críticos, sin embargo, no equivale a abolirlo por decreto, como buscaron aquellos monarcas que pretendían en vano borrar la memoria anterior a su reinado, ni a ejercer sobre nuestros antecesores, incluso los más remotos, una suerte de censura retrospectiva. En su desmedido afán corrector, una parte de la opinión llamada progresista se ha propuesto ignorar las lecciones de los antiguos o directamente condenarlos, como si la propia tradición de la que provienen -existe, aunque la ignoren- no estuviera sólidamente vinculada a todo un linaje de referencias imprescindibles para comprender el momento actual y desde luego los venideros. A despecho de la percepción adanista, el mundo no ha empezado con nosotros, y no puede haber una educación que merezca ese nombre si sustituimos la historia de las ideas por una cadena de juicios sumarísimos que nos exima de entenderlas, o sea de entendernos. Los niños y los muchachos no necesitan nuevos catecismos, sino verdaderas herramientas intelectuales que les permitan aprender a pensar por su cuenta. Para hacerlo es fundamental que conozcan, aunque sea a grandes rasgos, cómo nacieron y cómo se han replanteado los "valores cívicos y éticos" a lo largo del tiempo, un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los políticos de cualquier partido, o mejor dicho tan importante que debería involucrarlos a todos. Desde nuestro punto de vista, la desaparecida asignatura de Educación para la Ciudadanía, tan polémica en su momento, tenía un sentido, porque los principios asociados a la democracia no se defienden solos, pero como de costumbre entre nosotros fue imposible o ni siquiera se intentó dotarla de contenidos ampliamente compartidos, como exigirían todas y cada una de las leyes educativas. Viene ocurriendo desde hace décadas y la polarización de los últimos años no ha hecho más que agravar esta lamentable incapacidad. Incluso al ámbito universitario, cada vez más contaminado, llega la famosa guerra cultural en la que sobresalen los más dogmáticos, los menos dispuestos a tender puentes entre visiones e idearios distintos. El empobrecimiento es evidente y parece utópico pedir que unos y otros renuncien a imponer sus prejuicios en aras del bien mayor de una formación no encaminada a impartir doctrina.
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