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El verano en mi tierra es un periodo de entrevinos. Se despereza cuando acaban de apagarse las bombillas de la Feria y cae agostado un rato antes de que se derramen por los mostradores y las gargantas los primeros mostos, cuando una bandera roja ondeando al viento en la carretera del Calvario te recuerda que ya ha llegado el frío… Ese winter is coming que es mucho más épico que el de Juego de Tronos, porque aquí no hay nieves ni dragones pero sí tenemos rábanos, y lebrillos de berza y ajo caliente. El clima cambia, como la opinión de los políticos, pero nuestro verano nunca nos ha engañado, ha sido de toda la vida canalla y rebelde, no cabe en su traje típico de tres meses y normalmente rompe las costuras para sisarle días sueltos o semanas enteras a la primavera tardía y al más párvulo otoño. Siempre se quiere quedar un ratito más, como cuando te haces el remolón entre las sábanas mientras la claridad se pelea con las persianas y el olor a café te llama desde la cocina.
Pero el verano es también y sobre todo una propiedad privada, días en technicolor que vamos archivando en la memoria y que se mantienen frescos y salados por más tiempo que pase. Días de sol quieto y atardeceres sinfónicos en la orilla del mar, en el sitio de tu recreo, donde todo sucede pero nada importa. Pongamos que hablo de Chipiona. La del faro, la de Regla, la de las playas eternas, la de la piedra dura, como le dijo Lola a Rocío. Allí donde íbamos de veraneo en familia cuando apenas había turismo (qué gran invento), cuando las casetas de madera y los chiringuitos de cañizo; un resquicio, como lo pueden ser Sanlúcar, El Puerto, Rota o Cádiz, en el que, por mucho que todo haya cambiado, te sigue esperando el mismo mar. El mar mismo. Es lo bueno del verano, que no caduca, que puedes volver con tus hijos adonde te llevaban tus padres, que puedes llegar a Las Tres Piedras y hacerte fuerte en dos metros cuadrados de arena rubia o tostada, clavando la sombrilla como el que pone una pica en Flandes.
Y si el viajero tiene suerte, si hay mesa libre, puedes ir donde mi amigo Manuel Martínez, un parque temático del sabor a la vera de la playa que no es un chiringuito, que no es un restaurante, que no se lo pierdan, que es La Manuela. Algo único, una especie de fábrica de buenos recuerdos, un paréntesis, un punto y aparte, un qué rico Dios mío. No hay mejor sitio para un retiro espiritual que aquel donde te lleva el verano, aquel donde guardan la fórmula mágica de algo tan valioso e indeleble como es un ratito de felicidad.
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Gracias, Errejón