Juan Alfonso Romero
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ME gustaría intervenir en la inútil polémica que se ha creado porque una diputada catalana ha dicho que la pronunciación andaluza hace difícil la comprensión del lenguaje para quienes no están acostumbrados al acento propio de nuestra tierra.
He dicho "polémica inútil", porque se está debatiendo sobre una obviedad. Creo que hasta a los propios andaluces se nos hace complicado a veces entender la pronunciación de la gente de ciertos lugares de Andalucía. Aun recuerdo de la cara de pasmo de mi amigo Keith Woodster - catedrático de Filología Hispánica de la Universidad de Sussex, en Inglaterra - la primera vez que visitó Jerez, cuando en el curso de cierto debate sobre la conquista de Mejico, uno de los contertulios rechazó su opinión diciéndole : "t'es qui pui ya", en lugar de "te quieres ir por ahí ya". Pensó que le hablaba en maya.
La cuestión que quiero plantear hoy es si ese modo natural de hablar de los andaluces debemos reservarlo para el habla coloquial o mantenerlo en el discurso académico, culto.
Yo, desde luego, soy partidario de que cada cual utilice siempre su pronunciación natural. Una de las características de la buena oratoria es precisamente la naturalidad, tanto en el lenguaje escrito como en el oral; de ahí, que nada resulte mas ridículo que una pronunciación afectada, como la de esos que alargan las eses de los plurales y enfatizan mucho para marcar cuándo quieren pronunciar una be y cuándo una uve. Para mí, comerse el plural es mejor que decir "Zeñorasss y Zeñoresss".
Conozco algunos a quienes les da vergüenza su deje andaluz y se esfuerzan por disimularlo cuando tienen que hablar ante un público que consideran culto. Yo siempre les digo que no debemos tener complejo de nuestro acento. Aquí tenemos una zeta que engrasa y suaviza igual que el aceite las piezas silábicas de las palabras; y una jota aspirada, maravillosa, que se dejaron atrás los moros, como un sollozo de despedida, cuando se fueron de Granada.
No debe importarnos el ceceo porque siempre fue propio de nuestra tierra. Cuando César estuvo por aquí, cuentan las crónicas que aprendió a alancear toros de la mano de dos amigos de Gades : los Balbo. 'Balbo' quiere decir en latín tanto tartamudez como ceceo, y como ninguna de las noticias históricas que tenemos sobre ellos menciona una característica tan llamativa como que ambos fueran tartamudos, es seguro que los Balbo ceceaban.
Cicerón se reía públicamente de ese ceceo y del modo, para él frívolo, con el que hablaban los Balbo ante el Foro. No es raro que los criticara, porque Cicerón era, sobre cualquier otra cosa, grave. Sus injurias a Catilina sonaban terribles, tanto por la seriedad con que las profería como por lo bien que las pronunciaba.
De los Balbo sabemos que ofendieron a adversarios, pero tambien que casi siempre obtuvieron el perdón de los ofendidos. Estoy convencido de que ello obedecía a su modo de hablar. Seguro que sus insultos parecían menos graves a causa de su ceceo, porque el ceceo lima el perfil de las palabras, les quita acritud y las hace más suaves.
No pensemos que hablar como hablamos aquí priva de altura y erudición a nuestro discurso. En los comienzos de la Lengua se hablaba el castellano más parecido a como nosotros pronunciamos hoy que a como se pronuncia en otras zonas de España. Cuando el romance nacía, a nadie se le ocurrió otra cosa que escribir cada palabra tal como se pronunciaba. Fue luego, en el siglo IX, cuando los monjes cluniacenses, piadosos pero pedantes, se empeñaron en volver atrás cada palabra, asemejándola lo más posible a su abuela latina.
Luego, en nuestra Edad de Oro, Nebrija y Valdés volvieron a romper lanzas por la ortografía fonética, y en las páginas de Santa Teresa se está ya casi tocando el habla popular del decir "tal como suena". Pero en el siglo XVIII vino la reacción neoclásica, y luego, la Academia y el Diccionario, y otra vez las palabras volvieron a retrotraerse hacia sus abuelas y a buscar, con letras inútiles, una respetable fisonomía etimológica. Una pena : íbamos ya hacia los cómodos "setiembre" y "dino", cuando los académicos nos obligaron a decir "septiembre" y "digno".
Pero en este movimiento pendular de nuestra lingüística, que va de lo popular a lo académico para volver a lo popular, creo que estamos iniciando la vuelta a nuestro romance inicial. Ahora, hasta nuestros eruditos acaban los participios en "ao", en lugar de en "ado" y nuestros literatos escriben nuevamente "setiembre" y "sicología".
Así, si los andaluces hemos sido y somos la vanguardia del español hablado ¿por qué vamos a sentir complejo de inferioridad? Si conseguimos que los habitantes del Nuevo Mundo hablen de modo muy parecido a como lo hacemos nosotros porque consideraron que nuestra pronunciación era más fácil y más hermosa fonéticamente que la de los castellanos ¿por qué vamos a abjurar de ella?.
Nuestras palabras, tronchadas y a medio hacer, constituyen el dialecto de un pueblo ágil e intuitivo, cuya expresión no es capaz de seguir la velocidad de su pensamiento. Haciendo un símil, podemos decir que nuestro acento andaluz es el vuelo de un globo de gas que para ascender mejor hacia lo claro va arrojando por la borda de su barquilla el lastre de sílabas y desinencias inútiles que no sirven... "pá ná".
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