Marco Antonio Velo
En la prematura muerte del jerezano Lucas Lorente (I)
Lecturas contra el coronavirus
Lo mismo podía decir de la decoración. La luz que se colaba por los amplios ventanales, estilo guillotina, con cristales pulidos, quedaba –en eso, no parecía inglesa– mal tamizada por lo tenue de los visillos. Unas paredes se habían entelado con flores; otras, pintado de un verde esmeralda muy oscuro… Los sofás, sillones e incluso el diván eran de tipo chester, con la excepción de una otomana que se había colocado delante de la gran ventana en mirador del salón. Los cuadros representando escenas de la caza del zorro y barcos de vapor, apenas dejaban espacios libres en las paredes.
Al sorprenderse tanto demostró Jacobo que no era hombre de mundo. Cualquiera más viajado que él sabría que allí donde un inglés pone su pie, surge, como por ensalmo, una sucursal de Inglaterra. En realidad, podría decirse que los ingleses no salen nunca de su país, sino que lo llevan durante toda su vida encima con el orgullo –y, quizás con la resignación– con que una tortuga carga con su concha. El mundo entero está lleno de pequeñas Inglaterras envueltas en un suave aroma a sherry y a té.
Cualquier ciudad del mundo en la que viva un inglés verá hacer idénticas cosas que las que se están haciendo en Londres o en cualquier ciudad inglesa, justo en esa hora del día. El afternoon tea tiene su preciso momento, cualquiera que sea el lugar del mundo en el que viva el inglés que se dispone a tomarlo.
Es muy probable que en esto –más que en lo militar o lo político– esté el poder de Inglaterra: no hay inglés a quien no dé una fuerza abrumadora saber que en el exacto momento del día en el que él se baña, toda su raza se está bañando; que, cuando toma el té, está compartiendo taza con todos sus compatriotas del mundo; que cuando engulle su roast beef o apura su sherry, no hay garganta inglesa que no esté sintiendo su mismo deleite…
Tal como había anticipado el cochero a Jacobo, los dueños del hotel, de cutis fresco y sonrosado –que hasta en esto eran típicos ingleses– resultó gente hospitalaria y tan amable que, desde que supieron que era español, se esforzaron en usar las pocas palabras españolas que conocían: tortilia de poteitas, habitashion, almohado y –lo único que pronunciaban bien– vino.
Guardó su equipaje en la habitación y salió a la calle a dar un paseo.
Enseguida le llamó la atención el contraste entre la amabilidad de la gente y su forma de hablar: cruda, recia y apostrofando las vocales. El joven que dirigía la recepción del hotel en el que estaba hospedado le contó que la región poseía un dialecto, el apulo-barese, que era una mezcla de italiano, griego y suevo, con influencia francesa y española. “Un sitio para volver. Lo haré”, se dijo.
Se despertó sobre las siete de la mañana y su cuarto, ya a esa hora, relucía de sol. Por los amplios ventanales se colaba un chorro de luz azul. Y es que la traducción que hacen los ingleses de Inglaterra, especialmente en los países meridionales, es bastante deficiente: unos sutiles visillos y unas estrechas lamas en las persianas eran todo el resguardo que aquellas ventanas tenían contra los atrevimientos del sol. Los dueños de aquel hotel deberían haber pensado también en traducir el sol, que en el sur no se diluye, como en el Londres de entonces, en una niebla densa.
Tomó otro coche de caballos y al poco ya se hallaba a bordo de la lancha que lo conduciría hasta el vapor, anclado fuera de la bahía.
Presentó su pasaje a un marinero de cara somnolienta. Dejó después la maleta en el camarote y subió a la cubierta. El vapor se puso en movimiento con un rechinar de hierros y soplando humo por las chimeneas. Al contrario que en el viaje hasta Bari, el mar era una planicie verde y sosegada.
El viaje fue breve. De pronto, oyó a alguien gritar: “¡Corfú!”. Miró y vio a lo lejos un contorno de montañas. Cuando el barco se acercó a la costa pudo distinguir la fortaleza escalonada de la isla. En cuanto acabó la maniobra de atraque y el motor se quedó en silencio, Jacobo bajó de la nave.
Uno de los grumetes, a quien había ofrecido una generosa propina, le ayudó a desembarcar su equipaje.
Ya en el muelle, vio entre la muchedumbre a un hombre que exhibía en alto un cartel con su nombre.
Jacobo se acercó y, después de saludarlo muy respetuosamente, lo condujo hasta un lujoso landó Peter, conducido por un cochero ricamente ataviado; a su lado, un lacayo. Uno de los dos hermosos caballos, el que ocupaba la parte izquierda, empezó a piafar y el cochero solo tuvo que susurrarle algo para que se calmara.
Subió al coche, mientras el lacayo ayudaba al muchacho que se había hecho cargo de sus baúles a colocarlos en la parte trasera. Una vez que lo hicieron, el lacayo se subió de un salto al pescante, y el cochero arreó a los espléndidos caballos tordos.
Después de recorrer caminos serpenteantes entre olivares, el coche cruzó las calles de la aldea de Abrami y llegó al pie de un cerro empinado, que ganó con dificultad. Muchos operarios trabajaban en los jardines, repletos de esculturas de sátiros, náyades y dioses griegos. El palacio estaba en plena reforma y relucía del sol del Adriático.
El coche paró ante una explanada, perfilada con columnas de alabastro.
Salió a recibirlo una mujer. Le sonrió y dijo:
–Soy la condesa Teresa Darankházy. Su Majestad te espera.
Fue ella misma quien lo condujo hasta un gran salón de techos decorados con frescos. Allí, mirando a través de la ventana los trabajos que se hacían en el jardín, estaba una mujer muy alta y extremadamente delgada, vestida completamente de negro. Se dio la vuelta.
Jacobo se quedó desconcertado por su belleza atormentada. Pensó que de joven debió de haber sido una mujer deslumbrante.
Su rostro tenía una languidez blanca y ajada. De su cara llamaban la atención sobre todo los ojos, de un azul líquido, que parecían aún más claros porque estaban enmarcados por hondas ojeras. Jacobo pensó que algunas de las arrugas de su frente debían de estar talladas por una tristeza largamente mantenida, pero otras eran un mero apunte, por lo que seguramente provendrían de una tragedia reciente.
La condesa se dirigió a ella, diciendo:
–El afinador de fuentes español, Majestad. Le habló de él el conde Veszprém-Kaposvár.
–Por supuesto, Teresa –respondió la emperatriz–. Enseguida he sabido quién es. Me lo describió muy bien la condesa diciendo que se trataba de un joven muy guapo, que cuando sonríe… Estoy deseando conocer tu risa. Si ha sido capaz de provocar tanto entusiasmo en una mujer de tan escasa salud y tan poco expresiva como la condesa debe de ser irresistible.
Jacobo pensó que, después de esa respuesta, lo que esperaría la emperatriz de él es que riera, pero no fue capaz de componer ni siquiera una sonrisa ante aquella mujer que desprendía una amargura casi palpable.
–Gracias, Majestad –dijo–. La condesa ha sido muy exagerada al referirse a mí.
–No lo creo, Jacobo… Así te llamas, ¿verdad? También me lo dijo la condesa. Y me sorprendió todavía más porque nunca recuerda un nombre. Continuamente llama Frigyes, en vez de Férenc, a su esposo… Vaya, por fin conozco esa risa… No, la condesa no ha exagerado.
Jacobo no había podido evitar reír porque era cierto que continuamente la condesa llamaba Frigyes a su esposo en lugar de por su nombre.
La emperatriz se quedó oyendo aquella risa feliz de campanilla del joven. “Cuánto tiempo hace que no se oye en esta casa una risa de verdad, una risa salida de dentro y no del protocolo”. Se dirigió después a la condesa:
–Teresa, nuestro joven inventor se hospedará en Abrami. Esta casa está hecha un revoltijo de herramientas y materiales. Mañana tendremos la reunión con los maestros del príncipe Férenc-Rodolphe.
Se dio la vuelta y siguió mirando el jardín. Jacobo se despidió andando hacia atrás y con la cabeza inclinada, como le había indicado la condesa.
Todavía estaba allí el carruaje con sus cosas. Se subió a él y el cochero tomó el camino de Abrami.
El coche paró delante de una casa pequeña y muy bien cuidada, con muros atestados de macetas de dalias. “Así tiene también mi madre los de la suya”, se dijo con melancolía.
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