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David Fernández
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Lecturas contra el coronavirus
Cuando Jacobo escuchó decir a su maestro que deseaba que se convirtiera en amante de su mujer sintió una punzada en las sienes. Quiso decir algo, pero no se le ocurrió nada. Farinelli siguió:
–Te diré la razón de mi propuesta, Jacobo. Hace años que soy un hombre impotente. Durante ese tiempo Giovanna me ha demostrado que me ama, porque jamás ha tenido relaciones con ningún hombre. Yo pensaba que, a pesar de ser una mujer todavía joven, se le había pasado el deseo sexual, pero el día que afinaste la fuente del patio me di cuenta de que no solo no es así, sino que lo conserva intacto… Quizás incluso acrecentado por no poder satisfacerlo.
Jacobo lo seguía mirando en silencio, con el pasmo subido a la cara.
–Puede ser, sin embargo –continuó–, que la fuerza para vencer su instinto que le da su amor por mí, vaya debilitándose o, peor, desapareciendo, por eso deseo que libere sus ansias contigo. Sé que tú también amas a alguien con la misma desesperación con la que yo amo a Giovanna, y por eso confío en que no te enamorarás de ella… Como también espero que ella no se enamore de ti. Si no doy salida a su deseo me temo que terminará encontrando a alguien que me suplante en su corazón y me abandone.
Jacobo no sabía qué responder a aquella propuesta de su maestro. Le resultaba incomprensible que un hombre profundamente sensible en el ejercicio de su arte, pero muy racional, incluso calculador, en el resto de los ámbitos de su vida fuera capaz de ofrecer a su mujer –por la que era evidente que sentía un amor intenso– a otro hombre. Y menos todavía, que creyera que perderla a ratos era el único modo de conservarla para siempre.
Desconocía por aquel entonces Jacobo que todos los hombres, unos por naturaleza y otros por imitación, llevamos dentro un huésped, un “yo”, parásito y extraño, que juega con nosotros. Su desconcierto ante la propuesta que acababa de oír se explica en que, para el Jacobo de entonces, emoción y razonamiento eran conceptos contradictorios, cuando es lo cierto que las emociones juegan un papel fundamental en el proceso de razonar. Esto es así hasta el punto de que emociones como el miedo, la crueldad o la compasión sirvieron a los primeros hombres para adoptar decisiones racionales. ¿De dónde si no nacieron la cárcel, los hierros o el indulto?
No mucho tiempo antes de aquel en que tenía lugar esa conversación entre maestro y discípulo se había descubierto que las emociones tienen una base neuronal. Así lo afirmaba un bacteriólogo francés, Pasteur, después de estudiar durante mucho tiempo el cerebro de personas infectadas por el virus de la rabia, que destruye el sistema límbico y altera las emociones de tal modo que la enfermedad da nombre a la concreta emoción en que se manifiesta su síndrome, la rabia.
No podemos saber si ese parásito que jugaba tan cruelmente con el amor de Farinelli por su esposa estaba allí desde su nacimiento o se había colado por imitación de uno de los personajes de sus lecturas. Bien pudiera ser esto último, porque es lo cierto que, desde muy joven, el episodio bíblico que más lo había impresionado era el de Sara ofreciendo su esclava Agar a su esposo Abraham –del que estaba profundamente enamorada– con el fin de que tuviera un hijo con ella. Y ello solo porque conocía el anhelo de su marido de engendrar hijos y ella era estéril, es decir, por amor.
No podía negar Jacobo la atracción que sentía por la esposa de su maestro. La veía como una mujer compacta, ya hecha. Cuando se inclinaba hacia adelante y el vestido dejaba ver sus senos, él percibía que no tenían la firmeza y el trazo redondo de las manzanas, como los de Mencía, sino textura y temblor de legumbre. Ello, sin embargo, no le restaba atractivo, sino todo lo contrario: le daban la belleza del centeno maduro, de la tarde cumplida.
La esposa de su maestro le parecía muy hermosa y la propuesta que acababa de hacerle, una tentación irrechazable. Sin embargo, le sobrevino el miedo de no ser capaz de servir de cauce a aquel río desbordado que debía de ser Giovanna, porque él carecía de toda experiencia en el juego del amor. Jamás había estado con una mujer.
Le confesó a Farinelli su miedo y él respondió:
–No te preocupes. La experiencia que a ti te falta le sobra a Giovanna. Ten en cuenta que yo no era impotente cuando me casé con ella; al contrario, tenía una larga experiencia que empecé a adquirir desde muy joven en los mejores lupanares de Roma. Esos que tan bien conoce tu marqués… tu suegro.
Y soltó una de sus risotadas del quinto infierno.
Al oír la mención al padre de Mencía, a Jacobo se le vinieron a la cabeza las palabras que antes había pronunciado Farinelli:
–Maestro, ¿cómo sabes que estoy enamorado de la hija del marqués?
Durante un momento Farinelli pareció dudar y negó con la cabeza, como reprochándose la frase que entonces le pareció ingeniosa. Recuperó enseguida el aplomo y respondió:
–Farinelli lo sabe todo de sus discípulos… Lo sé porque me he fijado en los nombres de los destinatarios de las cartas que has ido mandando a España desde que llegaste a mi casa: los de tus padres, el de un tal Julián, y otro femenino cuyo apellido coincide con el del marqués. Farinelli es gordo, pero no tonto.
Jacobo andaba dándole vueltas a una pregunta que al fin se decidió a hacer:
–¿Y qué ha contestado su esposa a la propuesta que me acaba de hacer?
Sabía que la respuesta era obvia: si ella se hubiera negado, la conversación que acababan de mantener nunca se hubiera producido. Sin embargo, no quiso omitir aquella pregunta. Y es que Jacobo había empezado a ser vencido por la fuerza inmensa de la vanidad. Estaba madurando como hombre.
Farinelli, que sí era un hombre maduro, enseguida supo la razón de la pregunta de Jacobo, y contestó con una sonrisa:
–Si no hubiese dicho que sí nunca hubiésemos tenido esta charla, Jacobo. Pero no te contaré lo demás que me dijo.
Llamó al camarero, pidió la cuenta y al poco salían los dos de vuelta a casa.
A Jacobo nunca se le olvidaría la frase que Farinelli pronunció antes de despedirse de él: “La amaré en ti”.
Ese día, el sol anticipaba ya el otoño. Se colaba entre los cristales de la ventana del cuarto de Jacobo, posándose sobre los papeles de la mesa y tiñéndolos de un amarillo suave.
Cuando Jacobo abrió la ventana, sintió que le rozaba el rostro un aire delgado, que enseguida le puso las mejillas rosadas con su frialdad. En el huerto, los pájaros piaban menos fuerte que en la primavera o el verano, pero se les oía más claramente. Aún no habían perdido la alegría porque las sombras se precipitaran antes sobre los días. Todos los pájaros menos las golondrinas, que ya habían empezado a acordonarse con pinta de tristes en frisos y ramas desnudas.
Al salir de la habitación descubrió en el suelo una nota que alguien había pasado por debajo de la puerta. Leyó en ella una dirección y una hora. La letra puntiaguda y delicada, llevaba al pie una firma: “Giovanna”.
Durante toda la mañana se sintió muy nervioso. El trato con él de Farinelli no fue distinto al del resto de los días. Después de comer, se dirigió a su habitación, se aseó y, sin saber por qué, decidió salir de la casa, no por la puerta principal, sino por la del huerto.
No le costó mucho trabajo encontrar la dirección. Llamó a la puerta y apareció Giovanna. Estaba hermosísima vestida con un corpiño de terciopelo verde agua y falda de seda azulina.
–Pasa –dijo con una sonrisa–.
Era patente que ella no sentía los nervios que le atenazaban a él. Lo condujo hasta una habitación, le dijo que se sentara en un diván y le ofreció vino. Jacobo apuró la copa enseguida y ella le sirvió otra.
Se acercó hacia él y mientras le decía en un susurro: “Déjame a mí”, empezó a acariciarle el pelo y a besarle el cuello.
Acercó sus labios a los de Jacobo, abrió la boca y él conoció cómo eran los besos de los amantes. No sabían dulces como siempre imaginó, sino a piedra de río, a durazno, a masa de pan, – “¿A tinta?”, se preguntó sorprendido–… A todo lo que él recordaba ácido y húmedo.
Lo condujo a la cama y allí Jacobo fue descubriendo que el cuerpo de la mujer está hecho de una geografía de breves ondulaciones y húmedas oquedades, compactas colinas y blandos caminos.
Las caderas de Giovanna se hicieron playa abatida por olas sucesivas que volvían hacia adentro convertidas en otras olas, y todo fue un pegarse de carnes, de vellos, de sudor. Una lucha arrebatada de tallo contra pulpa.
Ella le iba guiando en voz baja: “sigue”, “espera”, “muerde”, “lame”, “aprieta”, “para”, “vuelve”, “otra vez”…
Al fin, ambos sintieron el estallido del fuego y la extenuación de sus cuerpos.
Él la miró y la vio aún más hermosa con el cansancio. Por las sienes y el cuello le corrían vibrantes gotas de sudor y se lamía la boca reseca.
Ella se volvió hacia él, lo miró, le acercó los labios y dijo:
–Il mio don Giovanni.
Lo envolvió con sus piernas y todo volvió a sucederse.
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