Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 15. Parte II)

Lecturas contra el coronavirus

Busto de Aristóteles que se encuentra en el Palacio Altemps de Roma.
Busto de Aristóteles que se encuentra en el Palacio Altemps de Roma.

16 de abril 2020 - 05:00

-También yo lo creo –contestó el filósofo-, por eso le he pedido a Giovanna que te trajera a mi casa. Te pondré algunos ejemplos. La ira, hemos comprobado que se despierta con acordes irregulares y estridentes de instrumentos de cuerda frotada; la alegría, en cambio, surge de ritmos vivaces; y la tristeza, pulsando las teclas graves de un piano en acordes lentos o las cuerdas de los tonos agudos de los violines con acordes largos… Incluso los experimentos nos han demostrado que se puede sumir a alguien en un estado de ansiedad haciéndole oír durante cierto tiempo sonidos estridentes.

Jacobo se sentía maravillado con las investigaciones de aquel hombre y sus colegas.

–Pero ese descubrimiento –exclamó– es extraordinario.

–En realidad no podemos presumir de ser los descubridores. Ya Aristóteles afirmaba que los ritmos de la flauta fortalecen la mente y el corazón, y Descartes que la música produce el deleite y la provocación de ciertas pasiones. Ahora estoy estudiando, junto con mi médico, las reacciones a la música de lo que él llama el cerebro emocional… Pero no te he llamado para hablarte de psicología musical, sino para proponerte que experimentemos juntos con los sonidos de las fuentes, reproduciendo melodías compuestas para despertar el estado de ánimo que elijamos en quienes las oyen. Imagínate que en la fontana de Trevi sonara una música capaz de despertar la alegría en quienes contemplan sus cascadas. Roma sería la capital más feliz del mundo.

–Y nosotros los hombres más admirados de Roma.

–Pues te invito a compartir este proyecto. Ya tengo preparada una copia de mis estudios para que, si estás de acuerdo con mi propuesta, los leas y empecemos a realizar juntos experimentos.

–Desde luego que acepto tu propuesta, Enrico. Creo que uniendo tus conocimientos a los míos aseguraremos el éxito de los dos proyectos.

El filósofo se dirigió a una estantería y volvió con un grueso manuscrito atado con una cinta.

–Aquí tienes mis estudios –dijo–. La semana que viene podemos reunirnos para establecer un plan de trabajo.

Jacobo ojeó aquellos papeles y respondió:

–Tres días serán más que suficientes, Enrico. Voy a empezar a leer tus notas hoy mismo.

El filósofo sonrió y dirigiéndose a Giovanna dijo:

–No me mentiste, es un joven muy curioso.

Jacobo y Giovanna se despidieron del filósofo y se marcharon.

Jacobo estaba deseando llegar a su cuarto para leer aquel manuscrito que acariciaba como un tesoro y una esperanza.

Giovanna supo que, en unos días, hasta que su amante no terminara de leer aquel manuscrito, no tendría encuentros con él.

Esa misma noche, hasta bien entrada la madrugada, Jacobo se dedicó a la lectura de los folios, subrayando párrafos, tomando notas, memorizando frases…

Al día siguiente se encontraba muy espeso y Farinelli atribuyó su cansancio al esfuerzo sexual. No le gustó y se dirigió ácidamente a Jacobo:

–¿Qué te pasa hoy? Parece que has perdido el interés por la música. Pones más afán en tu entrepierna que en tu cabeza.

Jacobo se quedó sorprendido, tanto de las palabras, como del tono empleado por su maestro. Le pareció que era mejor callar.

Al terminar la clase Jacobo pidió a Farinelli que le dedicara un momento. Le contó la conversación con el filósofo, la propuesta que le había hecho y lo que había aprendido del manuscrito que le facilitó.

Farinelli se sentía mal, no por haber acusado a su discípulo de falta de atención a sus explicaciones, sino porque si la causa hubiera sido ciertamente esa, solo con él mismo debería enfadarse.

Enseguida, sin embargo, volvió a las palabras de Jacobo y comprendió la trascendencia de los descubrimientos de aquel filósofo para el proyecto en el que estaba empeñado su discípulo y le ofreció su ayuda:

–En cuanto tengas los conocimientos que consideres necesarios comenzaremos a componer partituras –le dijo, mientras colocaba su brazo sobre el de Jacobo.

No hubo que esperar demasiado. Unos pocos días después, Jacobo apareció en el despacho de su maestro con un atadijo de papeles, los desplegó sobre la mesa, rebuscó unos pentagramas y dijo:

–Esto es lo que he compuesto basándome en las conclusiones de Peruggia.

Farinelli le señaló el piano y Jacobo empezó a interpretar las ocho partituras que había compuesto. Cada una la encabezaba un título: “Alegría”, “Temor”, “Angustia”, “Serenidad”, “Amor”, “Ira”, “Odio” y “Envidia”.

Farinelli las escuchaba, admirado de que las notas de cada una de esas composiciones le despertaran el sentimiento anunciado en su título, pero su oído sabio no se conformaba con lo que oía y continuamente iba sugiriendo cambios en las notas, los ritmos, los tonos… Jacobo no discutió ni uno solo; al contrario, los aceptó agradecido incorporándolos a cada pentagrama.

Cuando terminó de tocar todas las composiciones Farinelli le dijo que las repitiera una por una. Jacobo lo hizo y cuando terminó el maestro aplaudió vivamente:

–No dejes que esa musa se vaya de tu lado –exclamó entusiasmado–. Te está convirtiendo en un genio de la música.

Jacobo no contestó porque dudaba de si al decir “musa” había doble intención en las palabras del maestro y estaba en realidad diciendo “Giovanna”.

Lo cierto es que Farinelli se ofreció a colaborar con su discípulo y el filósofo porque estaba convencido de que iba a involucrase en algo grandioso: para la Psicología, pudiera ser; pero, para la Música, seguro.

Cuando los tres se encontraron en casa de Enrico fraguaron un plan que contemplaba que los discípulos de Farinelli oyeran las composiciones de Jacobo y expresaran después el sentimiento que les había despertado cada una de ellas.

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